Siempre se ha dicho que hay lugares con magia. Que una plaza, que una calle o simplemente una habitación, pueden estar impregnadas por una suerte de hado o encantamiento que otorga una visión especial al entorno. ¿Cuántas veces hemos hecho una foto y tras verla en el ordenador, nos hemos sentido satisfechos por guardar ese pedacito de recuerdo para siempre en nuestra retina?
Yo creo que los lugares son simples lugares y no pueden acaparar esa magia. Las calles son membranas por las que discurre el hormigón, el asfalto o los coches. Un paisaje puede estar vivo o no, pero son nuestros sentimientos y nuestros recuerdos los que infunden vida a ese lugar. A veces es una parte de nuestra memoria. En otras ocasiones es una vivencia ocurrida o una huella que queda impresa para siempre. Es nuestro aliento lo que da vida a las cosas y lo que hace que crezca entre los recovecos de nuestra cabeza hasta alcanzar dimensiones catárticas.
El Castellar es un pueblecito pequeño situado en la Sierra de Gúdar y que gracias a Dios todavía se salva de los innumerables incendios que asolan la geografía española. Apenas un puñado de casas esparcidas por el monte, rodeadas de pinos y de naturaleza viva que se remonta a los tiempos de nuestros ancestros. Allá en invierno pueden vivir treinta o cuarenta personas. En verano, por supuesto, muchas más.
Yo creo que los lugares son simples lugares y no pueden acaparar esa magia. Las calles son membranas por las que discurre el hormigón, el asfalto o los coches. Un paisaje puede estar vivo o no, pero son nuestros sentimientos y nuestros recuerdos los que infunden vida a ese lugar. A veces es una parte de nuestra memoria. En otras ocasiones es una vivencia ocurrida o una huella que queda impresa para siempre. Es nuestro aliento lo que da vida a las cosas y lo que hace que crezca entre los recovecos de nuestra cabeza hasta alcanzar dimensiones catárticas.
El Castellar es un pueblecito pequeño situado en la Sierra de Gúdar y que gracias a Dios todavía se salva de los innumerables incendios que asolan la geografía española. Apenas un puñado de casas esparcidas por el monte, rodeadas de pinos y de naturaleza viva que se remonta a los tiempos de nuestros ancestros. Allá en invierno pueden vivir treinta o cuarenta personas. En verano, por supuesto, muchas más.
Mi novia Yolanda tiene una amiga que se llama Maria Jesús en el pueblo. Ambas son de Valencia, o mejor dicho, de Alfafar y de Torrente. Los quince quilómetros que las separan en Valencia se convierten en quince metros en el Castellar. En el pueblo son almas inseparables, hasta el punto que si nos volvemos a Valencia y una de las dos se queda, tienen que ir a despedirse como si no se fueran a ver más o las uniera ese nexo que vincula los estratos familiares que se encuentran una vez al año si hay suerte. El domingo por la tarde nos volvíamos a Valencia y ambas andaban cotorreando en el patio de la casa del pueblo de Yolanda. Nosotros tenemos planificado regresar este viernes, para las fiestas del Castellar; Maria Jesús, sin embargo, se vuelve a Valencia mañana o pasado. Cuando ya había empaquetado todos los bártulos en el maletero, le insté a mi novia a que partiéramos. Ella me reprochó que las dejara tranquilas, que se estaban despidiendo.
Por supuesto, yo no dije nada (benditos aquellos que interrumpan la cháchara entre dos mujeres porque quedarán encadenados al Infierno de por vida), pero pensé que perfectamente podrían quedar el miércoles en Valencia y seguir con aquella discusión. Pero no, ellas se despidieron como si no fueran a verse más en todo el año y nos marchamos del Castellar con un nudo en la garganta (ya véis, soy así de tontorrón, asimilo las emociones de mi entorno como una esponja y luego me cuesta quitármelas de encima).
El caso es que Yolanda y Maria Jesús apenas se ven en todo el año en Valencia. A ambas les separa una barrera jurisdiccional que obliga que sus conversaciones y discusiones se posterguen al verano, en la plaza del pueblo o en el porche del único bar que hay en el Castellar. Por eso, cuando llega el invierno o el otoño y regresamos a Teruel, caminamos por esas mismas calles y sentimos el aliento tibio de los recuerdos en cada losa que conforma la plaza.
Creo que esa es la verdadera magia que impregna los lugares. La magia que creamos nosotros, los propios hombres, con nuestra testarudez, nuestras reacciones inteligentes o estúpidas, con nuestra memoria o nuestros recuerdos. Somos poseedores de una magia que va más allá de la roca sólida que construye nuestro mundo y, como entidades vivas e inteligentes, estamos capacitados para derrocharla en aquellos lugares que pisen nuestros pies.
El viernes volveremos al Castellar, no estará Maria Jesús, porque ella vendrá hoy o mañana a Valencia. Pero da igual, llegaremos a la plaza en fiestas y la echaremos de menos. Ese es el poder de la nostalgia de un pueblo. El poder de los seres humanos que dejamos nuestra huella benevolente allá donde nos lleva el destino.
Por supuesto, yo no dije nada (benditos aquellos que interrumpan la cháchara entre dos mujeres porque quedarán encadenados al Infierno de por vida), pero pensé que perfectamente podrían quedar el miércoles en Valencia y seguir con aquella discusión. Pero no, ellas se despidieron como si no fueran a verse más en todo el año y nos marchamos del Castellar con un nudo en la garganta (ya véis, soy así de tontorrón, asimilo las emociones de mi entorno como una esponja y luego me cuesta quitármelas de encima).
El caso es que Yolanda y Maria Jesús apenas se ven en todo el año en Valencia. A ambas les separa una barrera jurisdiccional que obliga que sus conversaciones y discusiones se posterguen al verano, en la plaza del pueblo o en el porche del único bar que hay en el Castellar. Por eso, cuando llega el invierno o el otoño y regresamos a Teruel, caminamos por esas mismas calles y sentimos el aliento tibio de los recuerdos en cada losa que conforma la plaza.
Creo que esa es la verdadera magia que impregna los lugares. La magia que creamos nosotros, los propios hombres, con nuestra testarudez, nuestras reacciones inteligentes o estúpidas, con nuestra memoria o nuestros recuerdos. Somos poseedores de una magia que va más allá de la roca sólida que construye nuestro mundo y, como entidades vivas e inteligentes, estamos capacitados para derrocharla en aquellos lugares que pisen nuestros pies.
El viernes volveremos al Castellar, no estará Maria Jesús, porque ella vendrá hoy o mañana a Valencia. Pero da igual, llegaremos a la plaza en fiestas y la echaremos de menos. Ese es el poder de la nostalgia de un pueblo. El poder de los seres humanos que dejamos nuestra huella benevolente allá donde nos lleva el destino.
5 comentarios:
pues no sé si te lo vas a creer, pero esta semana pasada, y también en un pueblecito de montaña, mantuvimos una discusión un amigo y yo sobre esa magia de la que hablas. Qué si está en el lugar porque hay lugares especiales, que si somos nosotros,... La verdad es que hay lugares especiales, con nosotros o ¿sin nosotros? En fin, pásalo bien en el pueblo. Yo el fin de semana también voy invitado a las fiestas del pueblo de la novia, a probar dulces típicos, beber licores caseros y bailar en orquestas veraniegas.
Las verbenillas de verano, que gran invento:
http://lasombradegrumm.blogspot.com/2008/07/la-verbenilla.html
Es lo mejor para sofocar el calor.
Jo, este artículo me ha tocado la fibra.Justo estos días han sido para mi de reencuentros y de darme cuenta como cambia uno según el lugar donde esté. Hay cosas que permanecen en un sitio cuando te vas y siguen siendo iguales cuando vuelves. Otras a veces cambian y entonces tu dices: coño, pero que ha pasado aquí?
Supongo que todas esas emociones se hacen mucho más intensas cuando están directamente relacionadas con el hogar y con la tierra en la que naciste. Conociendo tu pasión por la fotografía, seguro que tienes una buena colección de emociones retratadas.
Precioso :)
Publicar un comentario