
Todos empezamos a escribir por una inercia casi espiritual que nos impulsa a ponernos delante de una máquina y teclear textos extirpados directamente de nuestro lóbulo central. Cuando somos críos, ni miramos la forma ni el fondo, escribimos por inercia, lo hacemos como el que ríe o llora, como el que juega o estudia. Tenemos un corazón hecho de tinta y papel y cada latido que procede de él es un impulso que nos lleva a rellenar más páginas.
Acabada la adolescencia, comienzan las inquietudes, las sensaciones tan típicas de las hormonas descontroladas; vemos la vida con ojos diferentes y queremos adaptarnos a ella, necesitamos vaciarnos para, después, volvernos a llenar con parte de un mundo que ya no nos pertenece (es la gran diferencia entre ser niño y joven: el niño es el eje del mundo, el joven se siente desplazado al hemisferio más septentrional de ese mundo). Y la mejor manera de conquistar metas que en nuestra vida cotidiana jamás alcanzaremos es la de soñar. ¿Y qué mejor sueño que aquel que subyace en nuestro inconsciente y que se traslada al papel a través de las terminaciones nerviosas de nuestros dedos? Sólo entonces comprendemos que nuestra escritura no es pura, porque otra de las cualidades del ser humano es el de la comparación y el de la superación. Inevitablemente, vemos en otros textos las virtudes que nosotros somos incapaces de bosquejar en un papel.
Es en ese momento cuando comienza la purga… sí, sí, la purga. Empezamos a quitarnos de encima costras literarias que llevamos arrastrando desde que éramos críos. Queremos ser perfectos, anhelamos ser perfectos, deseamos ser perfectos… necesitamos ser perfectos. Y la perfección es un grado máximo que sólo los genios pueden alcanzar. El resto, con el tiempo, aprendemos esa gran verdad a base de trompazos contra el muro inexorable de la vida y nos conformamos con mejorar y aprender… que oigan, no es poco. Y aun así, nuestros primeros trabajos en esa nueva faceta no serán mucho mejores que el papel de periódico que usamos para poner en el suelo cuando se nos derrama la lejía.
¿Cuántos libros tenemos que echarnos a la chepa para alcanzar un grado aceptable? Cada cual que eche su cuenta. Yo tuve que hacer más de 666 libros y todavía no estoy muy seguro si he vendido del todo mi alma a ese diablo cabrón que se apodera de la inspiración y mueve mis manos para escribir frases. No obstante, hay un momento en el que te sientes preparado, y el diablo cambia de forma y se convierte en edi… noooooooooooooo… no seamos tan malos… (Repetimos). No obstante, hay un momento en el que te sientes preparado, y ese ángel llamado editor, que todos deseamos conocer y muy pocos logran encontrar en su camino, se presenta a tu puerta y te brinda una primera oportunidad.
El primer libro que escribes es maná literario que te sostendrá durante tres, cuatro, cinco o seis novelas más. Te sientes poderoso, te sientes privilegiado, vuelves a verte como aquel niño que era el amo del mundo, pero ahora, en vez de iniciar una conquista con un tirachinas de pega, te lanzas al campo de batalla con ese carro de combate que es tu libro. Y al principio te preocupan mucho las críticas, los comentarios de los lectores, y te obsesiona agradar al resto del mundo, pero con el tiempo te das cuenta de una casa: agradar a los demás está muy bien, ama a tus lectores como amarías a la vecinita del quinto (sí, sí, esa que está tan buena y cada noche fantaseas con tirártela), pero está más bien agradarse a sí mismo. Y os digo una cosa, yo puedo ser el lector más exigente y el crítico más despiadado. Agradarse a uno mismo puede ser la batalla más terrible que jamás ha afrontado un ser humano y, a la larga, ya seas gladiador o jabato, resulta muy fácil salir trasquilado del enfrentamiento.
El caso es que en ese momento, el ejercicio de escribir se convierte en algo así como un infierno. Cuesta… cuesta mucho, porque no nos engañemos, a los escritores les cuesta sangre, sudor y lágrimas completar una página de un libro. Y cuando acabas esa página y la lees, aspiras alcanzar un grado de perfección que, obviamente, jamás poseerá y terminas transigiendo a ese conformismo barato de que al menos todo suene bien y todo esté bien colocado en su sitio… que ya es. Entonces dejas esa página sobre la mesa, miras el ordenador y te das cuenta de que tienes que rellenar otras trescientas cincuenta páginas más y volcar en ellas el mismo sudor que has volcado en ese primer bosquejo. Si no lo haces tendrás una deuda muy grande contigo mismo y, por supuesto, con los lectores que más tarde se adueñarán del libro.
Entre tantos sufrimientos, los años pasan… o más que pasar se escurren por el vertedero de la existencia, mientras estás horas y horas muertas en tu silla lejos de tu novia o de tu esposa, lejos de tu familia, incluso lejos de un trabajo que te reportaría el triple de beneficios. Servidor es contable. Durante media vida me he dedicado a cuantificar horas de albañiles, electricistas o fontaneros, traducirlo en cifras y rellenar un asiento contable. Jamás me he atrevido a computar mi hora como escritor independiente, pero puedo hacerme una idea: un cero, una coma, un porrón de ceros y, cuando estoy a punto de salirme del margen derecho, una cifra bajita.
¿Y qué más da? Has escrito diez, quince, veinte libros, un grupo de lectores te felicitan, te alaban cada palabra que escupen tus dedos, cada frase que ingenia tu mente agonizante, y eso te hace feliz, muy feliz. Pero cuando vuelves la cabeza, ves a una familia cada vez más lejana, una novia a la que ya no conoces y una cuenta que naufraga en la deriva de los números rojos. E, inevitablemente, todo eso te preocupa, porque amas a tu familia, amas a tu novia y amas a tu cuenta corriente. Y para que todo ese amor crezca, tienes que aproximarte a ellos y estar a su lado, respaldarles con tu compañía en los peores o en los mejores momentos, entenderlos y ofrecerles el mismo mimo que les das a tus libros. Volcarte en una jornada laboral que comienza a las ocho de la mañana y acaba a las siete de la tarde, acarrear un cerebro enredado con mil historias diferentes, ofrecerte a tus semejantes y fundirte con sus problemas y con sus inquietudes. Porque ya no eres un niño que escribe por inercia, eres un Peter Pan que se niega a crecer… y Peter Pan, no olvidemos, tenía mucho de egoísta en el alma.
Pero las editoriales no entienden de sentimientos, ni de familias, ni de novias olvidadas, sólo entienden de libros y de autores rentables. Y nadie puede culparles porque ese es su trabajo: construir castillos desde cimientos de barro. Por eso nadie puede culpar al escritor cuando busca rentabilizar su libro, porque tiene una familia a la que acompañar, porque tiene una novia a la que amar, porque tiene otro trabajo que aporta horas contables que bordean las dos cifras y, aún así, tira por el balcón horas muertas de muchos ceros delante y detrás de la coma.
No quiero verme retratado en la parte más oscura de este relato. Aún hoy, después de cinco novelas, sigo conociendo a mi novia y la quiero… la quiero mucho. Y también quiero a los míos y amo mi otro trabajo, y no le voy a dar la espalda. Igual que no voy a dar la espalda a mis libros y a mis lectores. Hace tiempo que aprendí a valorar mi esfuerzo y a luchar por él hasta la última gota de sangre. Creo que os lo debo, os lo debo a todos. Hoy por hoy, sigo sintiéndome como el cabeza hueca que da sus primeros pasos transcurrida la adolescencia; ese que escribe a la deriva de un libro y sufre mucho en el intento. Me da igual. Me siento bien delante del teclado y eso es lo único que importa. Me la soplan los traidores de medio pelo y los críticos recalcitrantes. Ellos ni siquiera existen cuando entro a hurtadillas en mi historia. No obstante, hay algo que me reconforta; cada vez siento a mi alrededor más y más lectores, anónimos y conocidos, y eso me da mucha fuerza para afrontar el sufrimiento de un nuevo libro y me da ánimos para que esa coma rodeada de ceros suba algún dígito más.