Caminaba despacito, por la sombra, en silencio. Tan despacio, tan despacio, que a veces ni siquiera eras consciente de que estaba a tu lado. Contemplaba las semanas en silencio, con discreción, con esos ojos atemperados tras décadas de trabajo y una vida compleja sobre las espaldas.
Desgastó la salud y la energía con una herramienta en la mano, desde entonces hizo gala de una discreción a prueba de bomba. ¿Cuántas frases se dejó en el rellano de la escalera? ¿Cuántos consejos? ¿Cuántas formas de contar el mundo desde una perspectiva distinta a la que ahora mismo vivimos? Recuerdo con especial ternura los domingos por la mañana, hace una eternidad, cuando era niño; cogíamos el viejo Ford Fiesta, aparcábamos en la Plaza de los Patos y juntos paseábamos hasta la Plaza Redonda. Entre los ladridos de los perros, los trinos de los pájaros y el regateo de los trapicheadores de cromos y novelillas de a duro, adquirí mis primeros comics. A su lado, cada tenderete se convertía en un universo maravilloso en donde convergían superhéroes, monstruos, damiselas en apuros y personajes disparatados, catapultando mis sentidos hacia universos extraordinarios que jamás había vislumbrado antes. Luego paseábamos hasta Viveros y la mañana se templaba con ese sol Mediterráneo que transforma los domingos de primavera en auténticos paraísos de gozo y sosiego. Él se sentaba en un banco y yo a su lado, y mientras los ciclistas y las parejas nos flanqueaban, arrancaba el plástico que envolvía mis comics y, presa de los nervios, me sumergía en un océano de aventuras trepidantes que hasta entonces ni siquiera había atisbado en sueños.
Ahora intento verlo de nuevo y solo capto una imagen desenfocada. Es como mirar a través de una mirilla y verlo todo lejano, distorsionado, opaco. Su figura menuda desciende por la escalera, peldaño a peldaño, y se aleja por un túnel cada vez más difuminado. Se marcha con todas esas frases que jamás pronunció, rodeado de esos silencios que lo hicieron inmortal a los ojos de sus semejantes. Al final de la escalera, en el rellano, aguarda un charco de recuerdos, de imágenes y de sigilos. Un charco donde veo reflejadas mi niñez y mi propia existencia. Ojalá al final me asemeje a él, porque incluso en su descenso por la escalera permaneció en paz, y eso lo ha convertido en el héroe más poderoso que jamás he visto en los comics que él mismo me compró en la Plaza Redonda.
Sí, era silencioso, discreto y caminaba despacito, pero fue fuerte, muy fuerte. Y en sus silencios radicaban los arrestos que a otros hombres les faltan.
¡¡Feliz viaje y gracias, gracias por todo!!
Desgastó la salud y la energía con una herramienta en la mano, desde entonces hizo gala de una discreción a prueba de bomba. ¿Cuántas frases se dejó en el rellano de la escalera? ¿Cuántos consejos? ¿Cuántas formas de contar el mundo desde una perspectiva distinta a la que ahora mismo vivimos? Recuerdo con especial ternura los domingos por la mañana, hace una eternidad, cuando era niño; cogíamos el viejo Ford Fiesta, aparcábamos en la Plaza de los Patos y juntos paseábamos hasta la Plaza Redonda. Entre los ladridos de los perros, los trinos de los pájaros y el regateo de los trapicheadores de cromos y novelillas de a duro, adquirí mis primeros comics. A su lado, cada tenderete se convertía en un universo maravilloso en donde convergían superhéroes, monstruos, damiselas en apuros y personajes disparatados, catapultando mis sentidos hacia universos extraordinarios que jamás había vislumbrado antes. Luego paseábamos hasta Viveros y la mañana se templaba con ese sol Mediterráneo que transforma los domingos de primavera en auténticos paraísos de gozo y sosiego. Él se sentaba en un banco y yo a su lado, y mientras los ciclistas y las parejas nos flanqueaban, arrancaba el plástico que envolvía mis comics y, presa de los nervios, me sumergía en un océano de aventuras trepidantes que hasta entonces ni siquiera había atisbado en sueños.
Ahora intento verlo de nuevo y solo capto una imagen desenfocada. Es como mirar a través de una mirilla y verlo todo lejano, distorsionado, opaco. Su figura menuda desciende por la escalera, peldaño a peldaño, y se aleja por un túnel cada vez más difuminado. Se marcha con todas esas frases que jamás pronunció, rodeado de esos silencios que lo hicieron inmortal a los ojos de sus semejantes. Al final de la escalera, en el rellano, aguarda un charco de recuerdos, de imágenes y de sigilos. Un charco donde veo reflejadas mi niñez y mi propia existencia. Ojalá al final me asemeje a él, porque incluso en su descenso por la escalera permaneció en paz, y eso lo ha convertido en el héroe más poderoso que jamás he visto en los comics que él mismo me compró en la Plaza Redonda.
Sí, era silencioso, discreto y caminaba despacito, pero fue fuerte, muy fuerte. Y en sus silencios radicaban los arrestos que a otros hombres les faltan.
¡¡Feliz viaje y gracias, gracias por todo!!
5 comentarios:
Un abrazo y enhorabuena por un texto tan sentido.
Si alguién nos coge de la mano y nos enseña a caminar por la senda de la vida, ese alguien deja su huella en nuestra alma para siempre.
Como bien has dicho, no cabe duda, él fue tu héroe. Un abrazo.
Gracias amigos!!
Por supuesto, no hay mayor héroe que el que te da la vida.
Un fuerte abrazo David!!
Gracias, Luís.
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