martes, marzo 23

True Blood – Segunda temporada

La primera temporada de True Blood me causó sensaciones contradictorias. Por un lado el entorno de Bon Temps, un pueblecito perdido a las afueras de Luisiana, rodeado de carreteras a medio construir, viejas casonas y pantanos infectados de cocodrilos es la mar de sugerente. El tufillo carca y tradicional que desprenden los personajes también me enganchó y el Merlotte's te hace soñar con una hamburguesa o unas costillas genuinamente americanas. Pero la serie desprendía un olor un tanto empalagoso que no acababa de convencerme. Probablemente, era debido a la mansedumbre de Bill Compton, el vampiro protagonista, que lejos de exhibir los dientes, se arrastraba como un corderito degollado detrás de Ana Paquita (Sookie Stackhouse) y tenía que ser rescatado una y otra vez por su enamorada. Sookie tampoco era un personaje que me atrajera especialmente. Me parecía demasiado puritana y sus charlas moralistas acababan fatigándome… eso sí, los guionistas dejaban bien claro, que cuando la tía se metía en la cama era una folladora nata. Jason, el hermano de Sookie, era un capullo integral, Tara me resultaba cargante, Sam actuaba como un idiota enamoradizo y Eric Northman, el sheriff vampiro de la zona de Bon Temps, pese a que parecía el malo malísimo, me recordaba peligrosamente a los vampiros de Crepúsculo. En resumidas cuentas, los personajes estaban muy bien perfilados (al fin y al cabo, HBO se destaca por el alto grado de calidad de sus series), pero los episodios se eternizaban, la trama avanzaba muy lenta y siempre me quedaba con la sensación de que sí pero no. Incluso la subtrama del asesino me pareció mal resuelta y cuando se desveló al culpable me quedé con la sensación de: coño, pero si es el mayordomo, ¿quién cojones es este tío?
En fin, que empecé a ver la segunda temporada casi por compromiso, con grandes dosis de escepticismo y como el que no quiere la cosa. Y la cosa cambió, vaya si cambió. Tres personajes, esperpénticos y geniales, sirven para dar un giro de ciento ochenta grados a la serie: el reverendo Steve Newlin y su mujer Sarah, líderes de la Hermandad del Sol, una congregación eclesiástica en contra de los vampiros, y la inclasificable Maryann Forrester, que conseguirá que un pueblo anclado en las tradiciones como Bon Temps acabe patas arriba y depare las situaciones más surrealistas y descacharrantes de la serie. La historia se divide en dos tramas y los personajes, de golpe, encajan perfectamente en la serie y dejan de deambular por ella, cosa que me dio la sensación que hacían en la primera temporada. El tarambana de Jason acaba atrapado por el xenófobo discurso de los líderes de la Hermandad del Sol. Las hermandades vampíricas comienzan a perfilarse tras el rapto de Godric —uno de los vampiros más antiguos del lugar— y asistimos a la presentación de varios clanes que luchan entre sí por preservar la paz con los humanos o comenzar una guerra contra ellos. Eric, por fin, sale del armario y se convierte en una criatura amoral que juega con el alma de Ana Paquita y planta cara a un Bill Compton, que esta temporada enseña un poco más los dientes y no juega a ser el perrito faldero de Sookie. Encontramos a un par de femme fatales en dos vampiresas de altura: Lorena, la creadora de Bill, y Sophie-Anne, la Reina Vampiresa de Louisiana, ambas retorcidas, tenebrosas, amorales y traicioneras. Y el tercer personaje en discordia que ha acabado apoderándose de mi corazoncito es la vampiresa adolescente Jessica, pupila de Bill, cuyos estrógenos en ebullición acaban convirtiéndola en una bomba de relojería.
True Blood deja de ser una serie controlada y anclada en el patetismo de sus personajes y conforme la historia avanza, se convierte en un adagio colectivo cada vez más delirante. Las dos tramas se mantienen alejadas, pero los guionistas saben entrelazarlas perfectamente hasta el apoteosis final, en el que personajes como Tara, Sam, Lafayette o el detective Andy Bellefleur encuentran su momento de gloria. Todo encaja. Cada secundario adquiere su rol de protagonista. La segunda temporada de True Blood se convierte en un puzzle descabellado y frenético que depara un final apoteósico. Las escenas gore y el erotismo se entrecruzan de manera natural y frenética. Sin duda, una de las series de la temporada que dejan con ganas de más… eso sí, Ana Paquita sigue siendo cargante como ella sola.

By David Mateo with 2 comments

2 comentarios:

Estoy relativamente de acuerdo contigo David!

Concido con lo cansinos que son los dos protas principales. A la Pícara, no la soporto, y al Bill, es que tiene cara de cansino.

Ah, y a Tara la odio con toda mi alma! Pero el resto de personajes de la serie si que molan un puñao, Eric se empieza a desvelar como un auténtico cabroncete, Maryann consigue dar miedo en algunos momentos... lo que pasa es que en esta segunda temporada, me da la sensación de que la trama, en algunos momentos, desfasa un poco.

Pero sí, una serie a tener en cuenta, sin duda!

Saludos

Me pasa lo mismo. Estoy de acuerdo con David en que los personajes y las tramas han dado un giro para mejor en esta temporada y que, por fin, los vampiros se van a mostrar tal y como son (eso espero).

Pero durante todos los episodios he tenido la sensación de que la serie quiere abarcar tal cantidad de temas que acaba por no profundizar en ninguno; y eso que varios de ellos están muy relacionados, pero parece que los guionistas quieren destacarlos tanto que acaban yendo por separado.

Por ejemplo, el punto de partida de la serie, que entiendo que es el choque interracial entre humanos y vampiros, desemboca en varios temas muy relacionados, pero que, como he dicho, caminan por separado: relaciones interraciales, fanatismo religioso, seres sobrenaturales. Si a ello le añadimos otros temas que surgen, como la lucha por el poder (entre los clanes vampíricos) o la adolescencia rebelde (representada en la pupila del vampiro protagonista), por poner alguno, cada capítulo acaba por convertirse en un batiburrillo de mensajes que, a mí por lo menos, exasperan.

Todo esto no quita para que la serie tenga los sufcientes atractivos como para dejarse ver.

Un saludo.

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