Si no has leído La cúpula de Stephen King deberías hacerlo ya. Es uno de sus últimos grandes libros. Una pequeña obra maestra de un grandísimo autor que en los últimos tiempos ha ido en franco declive argumental. Tras leer «La historia de Lisey» tuve la sensación de que King había llegado a un punto de maestría en su manera de escribir que, simple y llanamente, había hecho que se lo creyera. Durante las cien primeras páginas de la historia de Lishey Debusher, King redacta el retrato de una viuda que hecha de menos a su afamado marido muerto. Obviamente, su marido es escritor y, obviamente una vez más, el marido es Stephen King, al menos durante las cien primeras páginas que leí, luego el libro me aburrió soberanamente y lo dejé de nuevo en la estantería. Pero sí, «La historia de Lisey» es un ejercicio masturbatorio en el que el escritor consagrado se ve a sí mismo desde el otro lado del espejo y haciendo uso de mil florituras literarias, vierte el mensaje de «que grande es Stephen King» y «qué grande será cuando haya muerto».
Por supuesto, este tipo de pastiches pajilleros sólo se le permiten a los genios… y King, pese a todo, es un genio. Y eso es precisamente lo que demuestra a lo largo de La cúpula, una novela coral, con mucho drama urbano, mucho caos y una explicación a todo el meollo que en manos de cualquier otro sonaría la mar de chunga.
Sin embargo, esa plenitud como escritor, le permite a King seguir haciéndose alguna paja argumental de vez en cuando. Mientras escribe, King no deja de decirse a sí mismo: lo estoy bordando. Y eso hace que se guste más, se guste más, y llegue a realizar capítulos como el que voy a poner a continuación. Big Jim Rennie, el malo malísimo de La Cúpula, con permiso de su hijo, es el protagonista del mismo. King se permite el lujo de meternos tres o cuatro páginas en su novela para realizar una analogía entre los instintos ganadores de Big Jim y una jugadora de baloncesto. Por supuesto, Hanna Compton no vuelve a ser mencionada más en el libro, pero King, en uno de sus ejercicios literarios masturbatorios, se recrea en la faceta deportiva de Hanna solo para mostrarnos lo cabrón que puede llegar a ser Big Jim Rennie y lo bien que le pueden salir las cosas. Todo un ejercicio de narración basura, de información extra, pero que en manos de King puede convertirse en un estudio alucinante de la mente humana. Sin duda, es el fragmento que más odio y más amo de la Cúpula: la chica de Big Jim.
Por supuesto, este tipo de pastiches pajilleros sólo se le permiten a los genios… y King, pese a todo, es un genio. Y eso es precisamente lo que demuestra a lo largo de La cúpula, una novela coral, con mucho drama urbano, mucho caos y una explicación a todo el meollo que en manos de cualquier otro sonaría la mar de chunga.
Sin embargo, esa plenitud como escritor, le permite a King seguir haciéndose alguna paja argumental de vez en cuando. Mientras escribe, King no deja de decirse a sí mismo: lo estoy bordando. Y eso hace que se guste más, se guste más, y llegue a realizar capítulos como el que voy a poner a continuación. Big Jim Rennie, el malo malísimo de La Cúpula, con permiso de su hijo, es el protagonista del mismo. King se permite el lujo de meternos tres o cuatro páginas en su novela para realizar una analogía entre los instintos ganadores de Big Jim y una jugadora de baloncesto. Por supuesto, Hanna Compton no vuelve a ser mencionada más en el libro, pero King, en uno de sus ejercicios literarios masturbatorios, se recrea en la faceta deportiva de Hanna solo para mostrarnos lo cabrón que puede llegar a ser Big Jim Rennie y lo bien que le pueden salir las cosas. Todo un ejercicio de narración basura, de información extra, pero que en manos de King puede convertirse en un estudio alucinante de la mente humana. Sin duda, es el fragmento que más odio y más amo de la Cúpula: la chica de Big Jim.
Aparte de la política municipal, Big Jim Rennie tenía un único vicio, y era el baloncesto femenino de instituto: el baloncesto de las Lady Wildcats, para ser exactos. Tenía abono de temporada desde 1998 e iba al menos a una docena de partidos al año. En 2004, el año en que las Lady Wildcats ganaron el campeonato estatal Clase D, fue a todos los partidos. Y aunque los autógrafos en los que inevitablemente se fijaba la gente cuando los invitaba al estudio de su casa eran los de Tiger Woods, Dale Earnhardt y Bill «Spaceman» Lee, del que él se sentía más orgulloso —el que guardaba como un tesoro— era el de Hanna Compton, la pequeña base de segundo curso que había conseguido que las Lady Wildcats se llevaran aquel único y preciado balón de oro.
Cuando posees un abono de temporada, acabas conociendo a los demás abonados que te rodean y las razones por las que son aficionados a ese deporte. Muchos son familiares de las jugadoras (y a menudo la fuerza motriz del Club de Apoyo, los que organizan ventas de pasteles y recaudan dinero para los partidos que se juegan «fuera», cada vez más caros). Otros son puristas del baloncesto que afirman —con cierta justificación— que los partidos de las chicas son sencillamente mejores. Las jóvenes jugadoras están dotadas de una ética de equipo que los chicos (a quienes les encanta chupar bola, machacar e intentar lanzamientos de larga distancia) rara vez igualan. El ritmo es más lento, lo cual te permite meterte dentro del juego y recrearte en cada bloqueo y en cada pase. Los seguidores del baloncesto femenino disfrutan con los bajísimos marcadores de los que se burlan los seguidores del baloncesto masculino afirmando que en el juego de las chicas tienen más relevancia la defensa y los tiros de personal, que son la esencia misma del baloncesto de la vieja escuela.
También hay tipos a quienes lo que les gusta es ver a adolescentes de piernas largas corriendo por ahí con pantalones cortos.
Big Jim compartía todas esas razones para disfrutar de ese deporte, pero su pasión nacía de algo completamente diferente, de algo que jamás verbalizaba cuando comentaba los partidos con los demás seguidores. No habría sido prudente hacerlo.
Las chicas se tomaban el juego como algo personal, y eso las convertía en maestras del odio.
Los chicos querían ganar, sí, y a veces los partidos se calentaban bastante si jugaban contra un adversario tradicional (en el caso de los equipos deportivos de los Mills Wildcats, los despreciados Castle Rock Rockets), pero a los chicos les interesaban sobre todo las hazañas individuales. En otras palabras, alardear. Y cuando se acababa, se acababa.
Las chicas, por el contrario, detestaban perder. Se llevaban la derrota al vestuario y se amargaban con ella. Y, lo que es aún más importante, la detestaban y la odiaban como equipo. Big Jim a menudo veía asomar la cabeza de ese odio; durante una lucha por balón reñido en la segunda parte y con el marcador ajustado, era capaz de captar las vibraciones de «Ni hablar, mala puta, esa bola es MÍA». Las captaba y las devoraba.
Antes de 2004, las Lady Wildcats solo habían conseguido llegar al torneo estatal una vez en veinte años, y había sido una aparición única e irrepetida contra Buckfield. Entonces llegó Hanna Compton. La mejor personificación del odio de todos los tiempos, en opinión de Big Jim.
Siendo hija de Dale Compton, un escuálido leñador de Tarker's Mills que casi siempre estaba borracho y siempre era problemático, Hanna había desarrollado esa actitud suya de «quítate de en medio» de una forma bastante natural. Como estudiante de primer año, había jugado en infantil casi toda la temporada, pero el entrenador la había pasado al equipo principal del instituto en los últimos dos partidos, en los que había anotado más canastas que ninguna otra y había dejado a su homóloga de los Richmond Bobcats retorciéndose sobre la cancha después de un juego defensivo duro pero dentro de los límites del reglamento.
Al terminar ese partido, Big Jim abordó al entrenador Woodhead.
—Si esa chica no empieza el año que viene, estás loco —le dijo.
—No estoy loco —repuso el entrenador Woodhead.
Hanna había empezado quemando y había terminado ardiendo, dejando una estela abrasadora de la que los seguidores de las Wildcats hablarían todavía años después (media de la temporada: 27,6 puntos por partido). Podía desmarcarse y encestar un triple cuando se le antojaba, pero lo que más le gustaba a Big Jim era verla romper la defensa y avanzar hacia la canasta, una desdeñosa mueca de concentración en su rostro chato, sus brillantes ojos negros desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, su cola de caballo sobresaliendo tras ella como un dedo corazón bien levantado. El segundo concejal y principal vendedor de coches de segunda mano de Mills se había enamorado.
En la final de 2004, las Lady Wildcats les sacaban diez puntos de ventaja a las Rock Rockets cuando expulsaron a Hanna por faltas. Por suerte para las Cats, solo quedaba un minuto cincuenta y seis de partido. Acabaron ganando por un solo punto. De los ochenta y seis puntos logrados por el equipo, Hanna Compton había anotado la friolera de sesenta y tres. Esa primavera, su problemático padre había acabado conduciendo un Cadillac nuevecito que James Rennie Senior le había vendido a precio de coste menos un cuarenta por ciento. Los coches nuevos no eran cosa de Big Jim, pero siempre que quería podía conseguir uno «directo del transportista».
Sentado en el despacho de Peter Randolph mientras fuera seguía desvaneciéndose lo que quedaba de la lluvia rosada de meteoritos (y sus chicos en apuros esperaban —con impaciencia, imaginaba él— a que los convocaran para comunicarles su destino), Big Jim recordó ese partido de baloncesto fabuloso, rotundamente mítico; en concreto los primeros ocho minutos de la segunda parte, que habían empezado con las Lady Wildcats perdiendo por nueve.
Hanna se había hecho con el partido con la misma resolución brutal con que Iósif Stalin se había apoderado de Rusia, sus ojos negros brillando (aparentemente fijos en un Nirvana del baloncesto que el común de los mortales no podía ver), su rostro con esa eterna expresión de desdén que decía: «Soy mejor que tú, soy la mejor de todas, aparta de en medio o te pisotearé como a una mierda».
Todo lo que lanzó a canasta durante esos ocho minutos entró, incluido un absurdo tiro desde la línea de medio campo que había intentado, al tropezar, solo para librarse de la bola y evitar que le pitaran pasos.
Había varias expresiones para definir esa clase de juego, la más común era «estar inspirado». Pero la que le gustaba a Big Jim era «bordarlo», como en: «Ahora sí que lo está bordando». Como si el juego fuese una especie de tejido divino que quedaba fuera del alcance de los jugadores corrientes (aunque a veces incluso los jugadores corrientes podían bordarlo y entonces, por un breve instante, se transformaban en dioses y diosas, y todos sus defectos corporales parecían desaparecer durante esa transitoria divinidad), un tejido que en noches especiales podía tocarse: una tela suntuosa y espléndida, tal como la que debía de adornar las salas de madera noble del Valhalla.
Hanna Compton no llegó a jugar el último año de instituto; ese partido de la final había sido su adiós. Aquel verano su padre se había matado junto con su mujer y sus tres hijas cuando regresaban a Tarker's Mills desde Brownie's, donde habían estado todos tomándose unos batidos de helado. El hombre conducía borracho. El Cadillac a precio de ganga había sido su ataúd.
El accidente con múltiples víctimas mortales había sido noticia de portada en todo el oeste de Maine —el Democrat de Julia Shumway publicó un número con crespón negro esa semana—, pero a Big Jim no lo había abatido la pena. Sospechaba que Hanna nunca habría jugado en la universidad; allí las chicas eran más grandes, y ella podría haberse visto encasillada como jugadora. Hanna nunca habría estado dispuesta a eso. Su odio tenía que alimentarse con una acción constante en la cancha. Big Jim lo entendía a la perfección. Simpatizaba con ello a la perfección. Era el principal motivo por el que él nunca había pensado siquiera en marcharse de Mills. Puede que en el amplio y ancho mundo hubiese hecho más dinero, pero la riqueza era la cerveza de barril de la existencia. El poder era el champán.
Mandar en Mills estaba bien en los días corrientes, pero en momentos de crisis estaba mejor que bien. En momentos como esos podías volar con alas de pura intuición sabiendo que no podías cagarla, que no había forma de cagarla. Podías ver la estrategia de la defensa incluso antes de que la defensa se hubiese formado, y encestabas cada vez que tenías el balón. «Lo bordabas», y no había mejor momento para que eso sucediera que en una final.
Aquella era la final de Big Jim y todo le venía de cara. Tenía la sensación —la convicción absoluta— de que nada podía salir mal durante esa mágica travesía; incluso las cosas que parecían torcidas se convertirían en oportunidades en lugar de ser trabas, como ese tiro desesperado de Hanna desde media cancha, que había puesto en pie a todo el Centro Cívico de Derry, los seguidores de Mills jaleando, los de Castle Rock despotricando sin poder creérselo.
Lo estaba bordando. Por eso no estaba cansado, aunque debería estar exhausto. Por eso no estaba preocupado por Junior, a pesar de su reticencia, su palidez y su actitud siempre alerta. Por eso no estaba preocupado por Dale Barbara y su problemático círculo de amigos, sobre todo esa zorra del periódico. Por eso, cuando Peter Randolph y Andy Sanders lo miraron, atónitos, Big Jim se limitó a sonreír. Podía permitirse sonreír. Lo estaba bordando.
Cuando posees un abono de temporada, acabas conociendo a los demás abonados que te rodean y las razones por las que son aficionados a ese deporte. Muchos son familiares de las jugadoras (y a menudo la fuerza motriz del Club de Apoyo, los que organizan ventas de pasteles y recaudan dinero para los partidos que se juegan «fuera», cada vez más caros). Otros son puristas del baloncesto que afirman —con cierta justificación— que los partidos de las chicas son sencillamente mejores. Las jóvenes jugadoras están dotadas de una ética de equipo que los chicos (a quienes les encanta chupar bola, machacar e intentar lanzamientos de larga distancia) rara vez igualan. El ritmo es más lento, lo cual te permite meterte dentro del juego y recrearte en cada bloqueo y en cada pase. Los seguidores del baloncesto femenino disfrutan con los bajísimos marcadores de los que se burlan los seguidores del baloncesto masculino afirmando que en el juego de las chicas tienen más relevancia la defensa y los tiros de personal, que son la esencia misma del baloncesto de la vieja escuela.
También hay tipos a quienes lo que les gusta es ver a adolescentes de piernas largas corriendo por ahí con pantalones cortos.
Big Jim compartía todas esas razones para disfrutar de ese deporte, pero su pasión nacía de algo completamente diferente, de algo que jamás verbalizaba cuando comentaba los partidos con los demás seguidores. No habría sido prudente hacerlo.
Las chicas se tomaban el juego como algo personal, y eso las convertía en maestras del odio.
Los chicos querían ganar, sí, y a veces los partidos se calentaban bastante si jugaban contra un adversario tradicional (en el caso de los equipos deportivos de los Mills Wildcats, los despreciados Castle Rock Rockets), pero a los chicos les interesaban sobre todo las hazañas individuales. En otras palabras, alardear. Y cuando se acababa, se acababa.
Las chicas, por el contrario, detestaban perder. Se llevaban la derrota al vestuario y se amargaban con ella. Y, lo que es aún más importante, la detestaban y la odiaban como equipo. Big Jim a menudo veía asomar la cabeza de ese odio; durante una lucha por balón reñido en la segunda parte y con el marcador ajustado, era capaz de captar las vibraciones de «Ni hablar, mala puta, esa bola es MÍA». Las captaba y las devoraba.
Antes de 2004, las Lady Wildcats solo habían conseguido llegar al torneo estatal una vez en veinte años, y había sido una aparición única e irrepetida contra Buckfield. Entonces llegó Hanna Compton. La mejor personificación del odio de todos los tiempos, en opinión de Big Jim.
Siendo hija de Dale Compton, un escuálido leñador de Tarker's Mills que casi siempre estaba borracho y siempre era problemático, Hanna había desarrollado esa actitud suya de «quítate de en medio» de una forma bastante natural. Como estudiante de primer año, había jugado en infantil casi toda la temporada, pero el entrenador la había pasado al equipo principal del instituto en los últimos dos partidos, en los que había anotado más canastas que ninguna otra y había dejado a su homóloga de los Richmond Bobcats retorciéndose sobre la cancha después de un juego defensivo duro pero dentro de los límites del reglamento.
Al terminar ese partido, Big Jim abordó al entrenador Woodhead.
—Si esa chica no empieza el año que viene, estás loco —le dijo.
—No estoy loco —repuso el entrenador Woodhead.
Hanna había empezado quemando y había terminado ardiendo, dejando una estela abrasadora de la que los seguidores de las Wildcats hablarían todavía años después (media de la temporada: 27,6 puntos por partido). Podía desmarcarse y encestar un triple cuando se le antojaba, pero lo que más le gustaba a Big Jim era verla romper la defensa y avanzar hacia la canasta, una desdeñosa mueca de concentración en su rostro chato, sus brillantes ojos negros desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, su cola de caballo sobresaliendo tras ella como un dedo corazón bien levantado. El segundo concejal y principal vendedor de coches de segunda mano de Mills se había enamorado.
En la final de 2004, las Lady Wildcats les sacaban diez puntos de ventaja a las Rock Rockets cuando expulsaron a Hanna por faltas. Por suerte para las Cats, solo quedaba un minuto cincuenta y seis de partido. Acabaron ganando por un solo punto. De los ochenta y seis puntos logrados por el equipo, Hanna Compton había anotado la friolera de sesenta y tres. Esa primavera, su problemático padre había acabado conduciendo un Cadillac nuevecito que James Rennie Senior le había vendido a precio de coste menos un cuarenta por ciento. Los coches nuevos no eran cosa de Big Jim, pero siempre que quería podía conseguir uno «directo del transportista».
Sentado en el despacho de Peter Randolph mientras fuera seguía desvaneciéndose lo que quedaba de la lluvia rosada de meteoritos (y sus chicos en apuros esperaban —con impaciencia, imaginaba él— a que los convocaran para comunicarles su destino), Big Jim recordó ese partido de baloncesto fabuloso, rotundamente mítico; en concreto los primeros ocho minutos de la segunda parte, que habían empezado con las Lady Wildcats perdiendo por nueve.
Hanna se había hecho con el partido con la misma resolución brutal con que Iósif Stalin se había apoderado de Rusia, sus ojos negros brillando (aparentemente fijos en un Nirvana del baloncesto que el común de los mortales no podía ver), su rostro con esa eterna expresión de desdén que decía: «Soy mejor que tú, soy la mejor de todas, aparta de en medio o te pisotearé como a una mierda».
Todo lo que lanzó a canasta durante esos ocho minutos entró, incluido un absurdo tiro desde la línea de medio campo que había intentado, al tropezar, solo para librarse de la bola y evitar que le pitaran pasos.
Había varias expresiones para definir esa clase de juego, la más común era «estar inspirado». Pero la que le gustaba a Big Jim era «bordarlo», como en: «Ahora sí que lo está bordando». Como si el juego fuese una especie de tejido divino que quedaba fuera del alcance de los jugadores corrientes (aunque a veces incluso los jugadores corrientes podían bordarlo y entonces, por un breve instante, se transformaban en dioses y diosas, y todos sus defectos corporales parecían desaparecer durante esa transitoria divinidad), un tejido que en noches especiales podía tocarse: una tela suntuosa y espléndida, tal como la que debía de adornar las salas de madera noble del Valhalla.
Hanna Compton no llegó a jugar el último año de instituto; ese partido de la final había sido su adiós. Aquel verano su padre se había matado junto con su mujer y sus tres hijas cuando regresaban a Tarker's Mills desde Brownie's, donde habían estado todos tomándose unos batidos de helado. El hombre conducía borracho. El Cadillac a precio de ganga había sido su ataúd.
El accidente con múltiples víctimas mortales había sido noticia de portada en todo el oeste de Maine —el Democrat de Julia Shumway publicó un número con crespón negro esa semana—, pero a Big Jim no lo había abatido la pena. Sospechaba que Hanna nunca habría jugado en la universidad; allí las chicas eran más grandes, y ella podría haberse visto encasillada como jugadora. Hanna nunca habría estado dispuesta a eso. Su odio tenía que alimentarse con una acción constante en la cancha. Big Jim lo entendía a la perfección. Simpatizaba con ello a la perfección. Era el principal motivo por el que él nunca había pensado siquiera en marcharse de Mills. Puede que en el amplio y ancho mundo hubiese hecho más dinero, pero la riqueza era la cerveza de barril de la existencia. El poder era el champán.
Mandar en Mills estaba bien en los días corrientes, pero en momentos de crisis estaba mejor que bien. En momentos como esos podías volar con alas de pura intuición sabiendo que no podías cagarla, que no había forma de cagarla. Podías ver la estrategia de la defensa incluso antes de que la defensa se hubiese formado, y encestabas cada vez que tenías el balón. «Lo bordabas», y no había mejor momento para que eso sucediera que en una final.
Aquella era la final de Big Jim y todo le venía de cara. Tenía la sensación —la convicción absoluta— de que nada podía salir mal durante esa mágica travesía; incluso las cosas que parecían torcidas se convertirían en oportunidades en lugar de ser trabas, como ese tiro desesperado de Hanna desde media cancha, que había puesto en pie a todo el Centro Cívico de Derry, los seguidores de Mills jaleando, los de Castle Rock despotricando sin poder creérselo.
Lo estaba bordando. Por eso no estaba cansado, aunque debería estar exhausto. Por eso no estaba preocupado por Junior, a pesar de su reticencia, su palidez y su actitud siempre alerta. Por eso no estaba preocupado por Dale Barbara y su problemático círculo de amigos, sobre todo esa zorra del periódico. Por eso, cuando Peter Randolph y Andy Sanders lo miraron, atónitos, Big Jim se limitó a sonreír. Podía permitirse sonreír. Lo estaba bordando.
15 comentarios:
Es un gran libro que muestra lo degenerado que puede llegar a ser el hombre. Y el final es trepidante. Una gran novela de Stephen King.
Estoy empezando ahora con el libro y por ahora....¡Amo a King!
Por cierto, ya te lo comenté en su día, pero es que a mí la Historia de Lisey no me disgustó...Es más de lo último, lo único que me pareció penoso a rabiar es Cell. Eso sí, había decaído un poco, lo admito. A ver si la Cúpula recupera viejas sensaciones.
A mí no me gustó ni Lisey ni Duma Key, en cambio la cúpula es de lo mejorcito que he leído de King. Ya era hora de que volviera a las andadas, creo que desde un saco de huesos no leía nada bueno de él.
Por cierto has subido un buen fragmento de la novela. Yo también odié a Jim Rennie.
Se nota que se gusta, en efecto. Te da matices del personaje contando un breve relato, relacionándolo todo al final. Chulo, aunque con muchos paréntesis, ¿no? (Lo sé, lo sé, al Rey se le permite todo...)
A mí toda esta mierda que King mete en sus libros me saca de la historia. Donde este Carrie o salems lot que se quiten todos estos ladrillos.
Los paréntesis son los comentarios del director del libro, en este caso el narrador. Es como si King dijera: no se vayan todavía, aún hay más.
Estoy pendiente de leerlo, pero es que cuando lo empiece no lo suelto y no quiero leer nada más mientras dura su lectura y tengo para un ratillo con tanta página.
Fer
A mí el tito King me parece un genio, La Cúpula es uno de los grandes (y no sólo por extensión) libros de Stephen King.
No creo que esté en un mal momento de escritura ya que siempre ha tenido altibajos, algo normal en un escritor tan prolífico.
De los últimos, Cell aunque algo irregular me gustó. Sin embargo Lisey Story se me hizo pesado. Por contra Duma Key me pareció un gran libro aunque con un final un tanto apresurado (como muchas otras veces le pasa) y Just after sunset me pareció una recopilación bastante floja con excepción de un par de relatos (algo en lo que King suele ser un maestro).
La verdad que lo poco que me interesa de King son este tipo de digresiones, cuando se mete a introducirnos en el basket femenino, en las ligas D estatales, o en alguna pagina americana (esta realmente bien). Todo un mundo. Creo que se deberia dedicar al periodismo, porque sus novelas nunca logro terminarmelas por aburridotas...
Muy bien escogida la cita
Pues como se puede apreciar por los comentarios, a King lo odios o lo amas, no hay término medio.
Pues yo estoy entre los que lo aman, sobre todo tras la lectura de la cupula. Un excelente y recomendable. Uno de esos tochos que no quieres abandonar nunca.
A mi también me ha gustado mucho el fragmento que has subido.
Por cierto que hoy era el cumpleaños de King, 63 inviernos si no me equivoco.
Pues que nos dure otros 63, aunque sea crionizado.
La cúpula ha sido mi libro de playa este verano.
Lo mejor: Stephen King en estado puro 2.0
Lo peor: el peso. Arrastrar la Cúpula hasta la primera línea de playa fue un suplicio. Dormirse mientras la leías, peligro inminente de morir asfixiado.
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