El domingo pasado llegaba a casa a eso de las diez y media de la noche, después de dejar a Yolanda e, inevitablemente, verme inmerso en un ritual que debo realizar cada día de unos meses a esta parte: dar vueltas por mil calles distintas para aparcar. Mi barrio es un barrio de jubiletas. Llegas a las nueve y un minuto y ya están todos los coches aparcados junto a la acera, rascándose la pancha. Hay domingos que los abuelillos no mueven el Cintroen BX ni aunque se declare la Tercera Guerra Mundial. Pues bien, el domingo llegaba tan tranquilo y me encontré a una mujer haciendo contorsionismos para entrar por la parte delantera del coche (no penséis mal, porque estaba sola y con toda la ropa puesta… y encima era una de esas abuelillas). Al verme aparcar muy cerca de otro vehículo, cargó contra mí su frustración: «Si es que la culpa la tenéis vosotros por no dejar espacio entre coche y coche, así luego nos pasa a nosotras, las mujeres mayores, que nos las vemos y nos las deseamos para entrar en nuestros vehículos.» Obviamente, repliqué con la única contestación coherente dadas las horas que eran y la melopea que llevaba encima después de dar ciento veinte vueltas al barrio: «Señora, no me coma la cabeza.»
Creo que logré que la abuelilla se acochinara en tablas y no siguiera refunfuñando. Luego me sentí un poco mal, al fin y al cabo estamos en Navidad, hay que tener buen espíritu, ser bueno con todo el mundo y ser indulgente con los abuelillos para no ir al infierno.
El caso es que la reacción de la señora me hizo reflexionar mucho sobre el mundo en que vivimos y todo ese tipo de cosas que te vienen a la cabeza cuando tienes un roce casual con otro prójimo. En lo más profundo de mi mente surgió el dilema inevitable: ¿Cuáles son los individuos que más nos aterran en nuestro devenir diario? Y no valen los típicos y tópicos, es decir, el violador que te viola cada año bisiesto, el atracador que te robó veinte euros en el mercadillo o la prostituta de lujo que cada noche se quiere meter en tu coche e insiste en hacerte el servicio gratis. No. Esos no valen. Tienen que ser personajes terroríficos que cohabiten en nuestro devenir diario.
Voy a poner mis cinco ejemplos. Gente malísima con la que te cruzas diariamente y tienes que morderte la lengua para que no te den para el pelo.
—El policía local que está en un control. Es el ejemplo más evidente de todos. Cuando pasas por el típico control de alcoholemia, todos los polis ponen cara de perro y van con las escopetas y las metralletas preparadas, entonces da la sensación de que entras en un microclima semejante a Guantánamo. Una mirada del capitán de turno significa: como te rebotes o me sueltes una tontería, te mato y luego escupo sobre tu cadáver. La reacción es inevitable: bajas la música, te pones las gafa pasta y tratas de componer un gesto intelectualoide para que no de la impresión de que perteneces a la calaña farlopera. A mí, como ya he sobrepasado los treinta y no llevo el pelo muy rapado, no me suelen parar.
—El funcionario del INEM. Cuando estás en el paro y, sobre todo, recibes una contraprestación económica del Estado, entrar en una oficina del INEM es como ir a uno de los antiguos cuartelillos de la mili. Nada más entrar en la oficina hay un cartel que proclama: «Tu alma es nuestra.» Entonces comprendes que tu vida, que tu futuro, que tu situación social está completamente supeditada al funcionario con cara de bulldog deprimido, ya entrado en kilos, que se sienta detrás de una mesa llena de papeles desparramados (y que, por supuesto, llevan siglos sin ordenar) y te pone unos ojitos lujuriosos que transmiten el siguiente mensaje: «ven, ven, ven que te voy a apañar el saco». El parado, cuando se sienta delante de esta clase de funcionario, sabe que tiene que ser dócil y manejable, que debe aceptar a pies juntillas todo cuanto le indique el funcionario (y si el sol sale por el oeste y se pone por el este es porque su majestad INEM así lo dispone, amén) y que si se tiene que despedir de sus hijos, hermanos y padres porque al funcionario de turno le da por mandarle a cuarenta entrevistas de comercial en un solo día, aún tiene que dar las gracias. Y es que si quieres seguir cobrando tu contraprestación, ya puedes hacer unas cuantas oblaciones a su señoría funcionario o el Estado puede reconsiderar tu paga.
Obviamente, esto lo digo porque soy autónomo, sino no tendría huevos para escribirlo.
—El autobusero. Hace años que no cojo ningún autobús de la EMT, pero el antiguo autobusero, el de mis tiempos mozos, solía atender al perfil de tío malcarado que te ladraba mucho a no ser que fueras una tía con tipazo. Es más, a veces se detenía dos metros después de la parada porque el semáforo se ponía en rojo, te abría las puertas y comenzaba a regañarte porque llegabas tarde y se había visto obligado a incumplir la normativa para dejarte pasar. Y tú pensabas: «coño, pues no habérmelas abierto.» Lo importante es que este tipo de autobusero daba muchísimo miedo porque su autobús era el cortijo donde ejercía la máxima autoridad y, pasase lo que pasase, él siempre llevaba la razón. Por cierto, cuando antiguamente el autobús valía 92 pesetas y a ti, pobre desdichado, se te ocurría pagar con un billete de mil porque eran las siete de la mañana y todavía no habías podido cambiar, también te caía una reja de escándalo.
—El revisor del tren de cercanías. Estás tan tranquilo leyendo tu libro y, de repente, un carraspeo. «Ejem, ejem… su billete, por favor.» Levantas la mirada de la página, ves un chaleco de la RENFE, una chaqueta azul marino, un cuello larguísimo que sostiene un semblante de pera agria, dos ojos que te escrutan con frialdad y, entonces, puedes escuchar los pensamientos que bullen tras esa maquiavélica sesera: «Como no lo tengas, te vas a enterar, pardillo.» Sólo en ese momento comprendes lo que es de verdad el infierno. Empiezas a rezar porque el billete siga en tu bolsillo, porque no lo hayas perdido en un descuido, porque no se te haya resbalado de la billetera bajando las escaleras mecánicas de la estación. La mano te tiembla mientras se desliza hacia la cartera. ¡¡Dios mío, como no esté ahí!! Las cejas del revisor se juntan un poco más. Disciernes un brillo en su mirada. ¿Se está relamiendo? Abres la cartera, miras en un compartimiento, en el otro, en el otro… ¡No está! Él sonríe: ya eres mío. Las manos te tiemblan, la cartera está a punto de resbalarse de tus dedos. ¡No está! ¡No está! ¡Lo has perdido! Pero no… en ese momento asoma por un rincón, justo detrás del DNI, medio pegado al plástico. Suspiras aliviado y se lo tiendes al revisor mientras te enjugas el sudor de la frente. Él te mira con escepticismo —como si todavía existiese una mínima oportunidad de “pillarte”—, comprueba fecha, hora y estación, vuelve a mirarte y, finalmente, dice un gracias que se atropella con el silencio tenso que reina a tu alrededor. Mientras se retira, te dirige una última mirada: «volveré».
—La enfermera que se encarga de la sala de espera de los pacientes en Urgencias. Yo no sé si alguna vez os habréis topado con esta señora. Normalmente se encuentra en Urgencias, pero dentro del hospital. Es una especie de sala privada en la que te confinan una vez que el médico te ha hecho la revisión pertinente y te dejan en observación hasta que te dan el alta o continúen haciéndote pruebas. Yo me la encontré sólo una vez —gracias a Dios— y debo reconocer que da un miedo terrible. La tipa está a cargo de un montón de gente que aguarda los resultados de un análisis de sangre, las radiografías, las analíticas o, simplemente, el alta. Es decir, que se pasa toooooodo el día escuchando quejas, peleándose con los familiares que traspasan el box y quieren quedarse con su enfermo o se encarga de que los más estropeados ocupen las sillas de la sala y los que están un poco mejor esperen de pie. Consecuencia: que el morro le toca el suelo. Puedo decir que nuestros caminos se cruzaron sólo una vez —gracias a Dios— cuando fui a que me revisaran un esguince; el médico me dijo a las 18:00 horas que estaba bien, que aguardara a que alguien de administración me diera el alta, me metí en la sala de espera, me topé con esta señora que no hacía más que reñir a la gente y, como me dio tanto miedo (y los administrativos se habían olvidado de mí… algo normal en Urgencias), no me atreví a decirle que tenía pendiente los papeles del alta hasta las 20:00 horas. Por supuesto, ella no me respondió. Se dio media vuelta, fue a recepción, recogió mi alta, me la estampó en la cara y me dijo: ¡Sus papeles, ya puede irse! No le dije nada. Acababa de recuperarme de una pierna rota y no tenía ganas de que me partieran la otra.
Creo que logré que la abuelilla se acochinara en tablas y no siguiera refunfuñando. Luego me sentí un poco mal, al fin y al cabo estamos en Navidad, hay que tener buen espíritu, ser bueno con todo el mundo y ser indulgente con los abuelillos para no ir al infierno.
El caso es que la reacción de la señora me hizo reflexionar mucho sobre el mundo en que vivimos y todo ese tipo de cosas que te vienen a la cabeza cuando tienes un roce casual con otro prójimo. En lo más profundo de mi mente surgió el dilema inevitable: ¿Cuáles son los individuos que más nos aterran en nuestro devenir diario? Y no valen los típicos y tópicos, es decir, el violador que te viola cada año bisiesto, el atracador que te robó veinte euros en el mercadillo o la prostituta de lujo que cada noche se quiere meter en tu coche e insiste en hacerte el servicio gratis. No. Esos no valen. Tienen que ser personajes terroríficos que cohabiten en nuestro devenir diario.
Voy a poner mis cinco ejemplos. Gente malísima con la que te cruzas diariamente y tienes que morderte la lengua para que no te den para el pelo.
—El policía local que está en un control. Es el ejemplo más evidente de todos. Cuando pasas por el típico control de alcoholemia, todos los polis ponen cara de perro y van con las escopetas y las metralletas preparadas, entonces da la sensación de que entras en un microclima semejante a Guantánamo. Una mirada del capitán de turno significa: como te rebotes o me sueltes una tontería, te mato y luego escupo sobre tu cadáver. La reacción es inevitable: bajas la música, te pones las gafa pasta y tratas de componer un gesto intelectualoide para que no de la impresión de que perteneces a la calaña farlopera. A mí, como ya he sobrepasado los treinta y no llevo el pelo muy rapado, no me suelen parar.
—El funcionario del INEM. Cuando estás en el paro y, sobre todo, recibes una contraprestación económica del Estado, entrar en una oficina del INEM es como ir a uno de los antiguos cuartelillos de la mili. Nada más entrar en la oficina hay un cartel que proclama: «Tu alma es nuestra.» Entonces comprendes que tu vida, que tu futuro, que tu situación social está completamente supeditada al funcionario con cara de bulldog deprimido, ya entrado en kilos, que se sienta detrás de una mesa llena de papeles desparramados (y que, por supuesto, llevan siglos sin ordenar) y te pone unos ojitos lujuriosos que transmiten el siguiente mensaje: «ven, ven, ven que te voy a apañar el saco». El parado, cuando se sienta delante de esta clase de funcionario, sabe que tiene que ser dócil y manejable, que debe aceptar a pies juntillas todo cuanto le indique el funcionario (y si el sol sale por el oeste y se pone por el este es porque su majestad INEM así lo dispone, amén) y que si se tiene que despedir de sus hijos, hermanos y padres porque al funcionario de turno le da por mandarle a cuarenta entrevistas de comercial en un solo día, aún tiene que dar las gracias. Y es que si quieres seguir cobrando tu contraprestación, ya puedes hacer unas cuantas oblaciones a su señoría funcionario o el Estado puede reconsiderar tu paga.
Obviamente, esto lo digo porque soy autónomo, sino no tendría huevos para escribirlo.
—El autobusero. Hace años que no cojo ningún autobús de la EMT, pero el antiguo autobusero, el de mis tiempos mozos, solía atender al perfil de tío malcarado que te ladraba mucho a no ser que fueras una tía con tipazo. Es más, a veces se detenía dos metros después de la parada porque el semáforo se ponía en rojo, te abría las puertas y comenzaba a regañarte porque llegabas tarde y se había visto obligado a incumplir la normativa para dejarte pasar. Y tú pensabas: «coño, pues no habérmelas abierto.» Lo importante es que este tipo de autobusero daba muchísimo miedo porque su autobús era el cortijo donde ejercía la máxima autoridad y, pasase lo que pasase, él siempre llevaba la razón. Por cierto, cuando antiguamente el autobús valía 92 pesetas y a ti, pobre desdichado, se te ocurría pagar con un billete de mil porque eran las siete de la mañana y todavía no habías podido cambiar, también te caía una reja de escándalo.
—El revisor del tren de cercanías. Estás tan tranquilo leyendo tu libro y, de repente, un carraspeo. «Ejem, ejem… su billete, por favor.» Levantas la mirada de la página, ves un chaleco de la RENFE, una chaqueta azul marino, un cuello larguísimo que sostiene un semblante de pera agria, dos ojos que te escrutan con frialdad y, entonces, puedes escuchar los pensamientos que bullen tras esa maquiavélica sesera: «Como no lo tengas, te vas a enterar, pardillo.» Sólo en ese momento comprendes lo que es de verdad el infierno. Empiezas a rezar porque el billete siga en tu bolsillo, porque no lo hayas perdido en un descuido, porque no se te haya resbalado de la billetera bajando las escaleras mecánicas de la estación. La mano te tiembla mientras se desliza hacia la cartera. ¡¡Dios mío, como no esté ahí!! Las cejas del revisor se juntan un poco más. Disciernes un brillo en su mirada. ¿Se está relamiendo? Abres la cartera, miras en un compartimiento, en el otro, en el otro… ¡No está! Él sonríe: ya eres mío. Las manos te tiemblan, la cartera está a punto de resbalarse de tus dedos. ¡No está! ¡No está! ¡Lo has perdido! Pero no… en ese momento asoma por un rincón, justo detrás del DNI, medio pegado al plástico. Suspiras aliviado y se lo tiendes al revisor mientras te enjugas el sudor de la frente. Él te mira con escepticismo —como si todavía existiese una mínima oportunidad de “pillarte”—, comprueba fecha, hora y estación, vuelve a mirarte y, finalmente, dice un gracias que se atropella con el silencio tenso que reina a tu alrededor. Mientras se retira, te dirige una última mirada: «volveré».
—La enfermera que se encarga de la sala de espera de los pacientes en Urgencias. Yo no sé si alguna vez os habréis topado con esta señora. Normalmente se encuentra en Urgencias, pero dentro del hospital. Es una especie de sala privada en la que te confinan una vez que el médico te ha hecho la revisión pertinente y te dejan en observación hasta que te dan el alta o continúen haciéndote pruebas. Yo me la encontré sólo una vez —gracias a Dios— y debo reconocer que da un miedo terrible. La tipa está a cargo de un montón de gente que aguarda los resultados de un análisis de sangre, las radiografías, las analíticas o, simplemente, el alta. Es decir, que se pasa toooooodo el día escuchando quejas, peleándose con los familiares que traspasan el box y quieren quedarse con su enfermo o se encarga de que los más estropeados ocupen las sillas de la sala y los que están un poco mejor esperen de pie. Consecuencia: que el morro le toca el suelo. Puedo decir que nuestros caminos se cruzaron sólo una vez —gracias a Dios— cuando fui a que me revisaran un esguince; el médico me dijo a las 18:00 horas que estaba bien, que aguardara a que alguien de administración me diera el alta, me metí en la sala de espera, me topé con esta señora que no hacía más que reñir a la gente y, como me dio tanto miedo (y los administrativos se habían olvidado de mí… algo normal en Urgencias), no me atreví a decirle que tenía pendiente los papeles del alta hasta las 20:00 horas. Por supuesto, ella no me respondió. Se dio media vuelta, fue a recepción, recogió mi alta, me la estampó en la cara y me dijo: ¡Sus papeles, ya puede irse! No le dije nada. Acababa de recuperarme de una pierna rota y no tenía ganas de que me partieran la otra.
4 comentarios:
Y la lista podría seguir :S
Anímate, CAT. Todos tenemos nuestros demonios y hay que exorcizarlos para empezar el 2009 con energías renovadas :D
"tu alma es nuestra" juas juas.
Si, lo que realmente da miedo es cuando no puedes replicar, cuando lleves o no lleves razón, debes cerrar la boca y apretar el culo. Por ejemplo un jefe tirano. Yo me paso las broncas repitiéndome a mí mismo: ...tres, cuatro, cinco, seis,... que la lio, siete, que la lio, ocho, que la lio... y al final consigo no abrir la bocaza, llevarme la bronca y no perder el empleo. :S
Hay más gente: el interventor del ayuntamiento que no me paga las facturas y al que no te atreves a decirle lo *@#*@#* que es porque irremediablemente te escondería la factura más abajo en el cajón (es bromita, es bromita...), el e... ejem, ejem...di...ejem, ejem...tor... ejem ejem, que hace contigo, pobrecito mortal, lo que le da la gana... y todos esos innombrables que no puedes nombrar porque inevitablemente pasarías a formar parte de una lista negra :-)
(Es bromita, es bromita).
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