Hay algo que me depara una satisfacción brutal durante la Navidad. ¿Sabéis qué es? Comprar el ÚLTIMO regalo de reyes. No sé cómo me las apaño, pero soy de los cabestros que tiene que comprar tooooodos los regalos la última semana antes del día 6 (quizás, que sea escritor y siempre vaya pelado de pasta tenga algo que ver); el caso es que soy de los que se chupan las retenciones de miles de coches en la rotonda de turno que da al centro comercial, que se sitúa el trigésimo quinto en la cola de la juguetería para pagar, el que vaga por la tienda como un muerto en vida buscando a un dependiente libre que lo atienda, el que se embute a codazo limpio en la masa sudorosa para poder tocar el chisme de turno, el que se pelea con la abuelita para coger el último artículo de la estantería, etc etc… Supongo que dentro de uno perdura el espíritu Indiana Jones y eso es lo que me impulsa a buscar el Arca de la Alianza el día en que todos los esbirros de Belloq están asaltando el centro comercial.
Precisamente esa manera de autoflagelarme, de autoimponerme un castigo, me ha llevado a descubrir uno de los mayores placeres de la vida (sólo comparable al hecho de tener un orgasmo, poner un huevo atascado y de que tu equipo marque un gol en la final de la Champion) y es comprar el último regalito. Anda que no jode ir el día 4 al comercio con la intención de comprarlo todo y rapiñar sólo la mitad por culpa de las colas y de los atropellamientos de la gente. Anda que no jode salir de la tienda triunfante, con tus cuarenta mil millones de bolsas y, de pronto, acordarte de la tía Jacinta. Y, claro, como son las ocho de la noche, sabes que el centro comercial cierra a las diez y calculas que volver a meter el coche en el parking, navegar entre el gentío y hacer la cola ante la caja te puede llevar más de tres horas, acabas desistiendo y volviendo a casa con el rabo entre las piernas (y pensando que mañana habrá más de lo mismo). Una putada, oiga.
Por eso mola mil cuando sales del Carrefú con todas tus bolsitas, con todos tus paquetitos, con todos tus juguetes (que si la Wii, que si la PS3, que si la Nintendo Ds… mira que he sido uno de esos jugones incansables de consola pero, a día de hoy, tengo graves problemas a la hora de comprar juegos para mis sobrinos. Me planto delante de los pasillos donde están los juegos y me toca devanarme los sesos pensando en la consola que tiene cada uno… es una sensación terrible), te metes en el coche, respiras hondo y dices: se acabó. Es que esa bocanada de aire sabe a libertad, a sabiduría (cada vez es más difícil encajar un regalo al tipo de psicología del miembro familiar de turno), a euforia, sabe a pura gloria. Y lo que más mola es tomar la carretera que lleva hacia la rotonda mencionada al principio, volver la cabeza hacia el carril del sentido contrario y ver la cara de pringaos que lleva la gente que se dirige hacia el centro comercial. ¿No me digan que eso no supone una de las satisfacciones más gratas de todo el año?
Pues eso, que ya tengo todos los regalos de reyes, que soy feliz como un tonto con un botijo. Ahora me toca rezar para que mi novia no me llame durante la mañana y me pida que la acompañe al centro comercial para comprar el regalo de su madre, de su hermana, de su primo, de su amiga, de su…
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