Si algo ha dejado la feria del libro de Moncofa son unas cuantas anécdotas dignas de contar, entre ellas una que describe perfectamente el alma más oscura de algunos escritores.
El viernes permitimos que varios autores firmaran en la caseta del ayuntamiento. Más que permitir, brindamos la oportunidad, pues siempre he pensado que las ferias del libro deben de ser ventanas abiertas a la cultura y no rejas cerradas a perpetuidad. El caso es que llegó una manada de esos escritores que siempre se desplazan en comunidad y tomaron una caseta que quedaba vacía. Todo aquel que ha firmado alguna vez en una feria del libro, sabrá perfectamente lo duro que puede llegar a ser, pues cuando eres un desconocido, difícilmente vas a atraer al público. Sucedió lo inevitable; la tarde transcurrió y ninguno de los escritores invitados logró colocar un libro.
Se mascaba la tragedia en el ambiente.
Lo peor es que llegaron con sus libros dándoselas de Benedettis reconocidos en mil y un concursos. Mientras tanto, en la haima central los actos se sucedían y yo andaba con decenas de cosas en la cabeza. Cuando fui a anunciarles que su tiempo de firma había acabado y si querían podían despejar la caseta, se pusieron muy gallitos y dijeron que de allí no se movían. Es lo que tienen los escritores nómadas, que cuando plantan el huevo no hay Dios que los mueva. Así que durante unos instantes le di vueltas a la posibilidad de pegar una voz en el retén y que la autoridad se hiciera cargo de la situación. Pero la troupe no llegaba a molestar del todo y tampoco quería ser yo el que truncara aquella gloriosa tarde de venta de libros, así que como iba a comenzar la mesa redonda de Tandem, decidí centrarme en la verdadera faena y dejé a aquellos mercachifles con sus historias.
El caso es que durante la presentación de Rosa Serrano llegaron los periodistas y comenzaron a grabar y a echar fotos. Por supuesto, nadie los invitó, pues los periodistas son como esas aves migratorias que se mueven por instinto y se dejan arrastrar por el olor de la comida suculenta.
Cuando regresé a la plaza y me aproximé a la caseta del ayuntamiento, una doña de la tribu de nómadas, me dijo con la cabeza bien alta:
—Supongo que mañana nosotros también saldremos en los periódicos.
Yo, en ese momento, me quedé paralizado por el estupor.
—¿Cómo dice, señora?
—Que los periodistas están haciendo fotos a ellos y a nosotros no nos han hecho ninguna.
—Oiga, a ver si se cree que yo tengo la capacidad de decirle a un periodista lo que tiene o no tiene que hacer.
—Nosotros somos tan importantes como los que están ahí en la carpa. Yo he ganado el premio X del ayuntamiento de Matalascañas. Soy una escritora muy reconocida. Y ahora mismo soy finalista del certamen Y.
—Me alegro, señora, pero sigo insistiéndole que los periodistas van a su puta bola y nosotros somos meros organizadores.
—Ya, ya, ya, ya. Vosotros… vosotros. Vosotros sólo os preocupáis de los señoritingos que están en la carpa. Aquí no vendemos un solo libro y encima no nos sacan en los periódicos.
Me guardé mucho de decirles que ‘los señoritingos’ de la carpa habían sido invitados por la organización y ellos, simplemente, estaban ahí por un asunto de mera cortesía. Tan solo me di la vuelta y regresé a la carpa cagándome en el maldito ego de los escritores nublados y tomando nota mental para que eso no volviera a sucederme en la siguiente feria del libro que organizara.
El viernes permitimos que varios autores firmaran en la caseta del ayuntamiento. Más que permitir, brindamos la oportunidad, pues siempre he pensado que las ferias del libro deben de ser ventanas abiertas a la cultura y no rejas cerradas a perpetuidad. El caso es que llegó una manada de esos escritores que siempre se desplazan en comunidad y tomaron una caseta que quedaba vacía. Todo aquel que ha firmado alguna vez en una feria del libro, sabrá perfectamente lo duro que puede llegar a ser, pues cuando eres un desconocido, difícilmente vas a atraer al público. Sucedió lo inevitable; la tarde transcurrió y ninguno de los escritores invitados logró colocar un libro.
Se mascaba la tragedia en el ambiente.
Lo peor es que llegaron con sus libros dándoselas de Benedettis reconocidos en mil y un concursos. Mientras tanto, en la haima central los actos se sucedían y yo andaba con decenas de cosas en la cabeza. Cuando fui a anunciarles que su tiempo de firma había acabado y si querían podían despejar la caseta, se pusieron muy gallitos y dijeron que de allí no se movían. Es lo que tienen los escritores nómadas, que cuando plantan el huevo no hay Dios que los mueva. Así que durante unos instantes le di vueltas a la posibilidad de pegar una voz en el retén y que la autoridad se hiciera cargo de la situación. Pero la troupe no llegaba a molestar del todo y tampoco quería ser yo el que truncara aquella gloriosa tarde de venta de libros, así que como iba a comenzar la mesa redonda de Tandem, decidí centrarme en la verdadera faena y dejé a aquellos mercachifles con sus historias.
El caso es que durante la presentación de Rosa Serrano llegaron los periodistas y comenzaron a grabar y a echar fotos. Por supuesto, nadie los invitó, pues los periodistas son como esas aves migratorias que se mueven por instinto y se dejan arrastrar por el olor de la comida suculenta.
Cuando regresé a la plaza y me aproximé a la caseta del ayuntamiento, una doña de la tribu de nómadas, me dijo con la cabeza bien alta:
—Supongo que mañana nosotros también saldremos en los periódicos.
Yo, en ese momento, me quedé paralizado por el estupor.
—¿Cómo dice, señora?
—Que los periodistas están haciendo fotos a ellos y a nosotros no nos han hecho ninguna.
—Oiga, a ver si se cree que yo tengo la capacidad de decirle a un periodista lo que tiene o no tiene que hacer.
—Nosotros somos tan importantes como los que están ahí en la carpa. Yo he ganado el premio X del ayuntamiento de Matalascañas. Soy una escritora muy reconocida. Y ahora mismo soy finalista del certamen Y.
—Me alegro, señora, pero sigo insistiéndole que los periodistas van a su puta bola y nosotros somos meros organizadores.
—Ya, ya, ya, ya. Vosotros… vosotros. Vosotros sólo os preocupáis de los señoritingos que están en la carpa. Aquí no vendemos un solo libro y encima no nos sacan en los periódicos.
Me guardé mucho de decirles que ‘los señoritingos’ de la carpa habían sido invitados por la organización y ellos, simplemente, estaban ahí por un asunto de mera cortesía. Tan solo me di la vuelta y regresé a la carpa cagándome en el maldito ego de los escritores nublados y tomando nota mental para que eso no volviera a sucederme en la siguiente feria del libro que organizara.
5 comentarios:
Manuel Vicent dijo: no hay nada más siniestro que una reunión de escritores.
En la literatura hay quien torea de civil frente al ordenador y quien no se quita el traje de luces ni para ir al mercadona.
Es lo que hay.
Bueno siento que pasaras un rato tenso pero lo que me he hartado de reir jeje. La vanidad que tienen esos autodenominados artistas sublimes que van de premio en premio y de canapé en canapé es asombrosa.
Di nombres, porfaaaa.
Nononononono, no puedo jeje.
Eso le sucede a todo el que aparece sin ser invitado.
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