El monitor está vivo. Lo sé. Clava en mí su mirada, de ojos casi alienígenas, y me incita a poner mis cinco sentidos en él. ¿Cómo explicarle que todavía no puedo? Que estoy malo. Que no me he repuesto. Que la fiebre hace que mi cerebro baile una lambada permanente. El duende diabólico que habita entre los cables y las placas integradas no entiende de enfermedades humanas. Lo único que solicita es mi completa atención. Ahora mismo me está mirando con unos ojos raros. Quizás también vosotros los sintáis, al otro lado del umbral internáutico. Subyugante mirada de pupilas reflectantes, cristal de cuarzo que dobla las intenciones y las maquilla a su manera y forma, hasta que la culpabilidad me embarga por no teclear, por no imaginar, por no redactar unas cuantas frases que formen un párrafo coherente y que anexione las anteriores líneas que ahora mismo me insultan desde el otro lado del LCD.
Si me levanto y me muestro indiferente, el duende saltará de la pantalla, me agarrará del pescuezo y me volverá a sentar delante del teclado. Es así de cabrón. Me quiere sólo para él. Me somete a la arena de los gladiadores, donde las picas se convierten en retazos de una historia que jamás acabará y los escudos en ideas candentes que se amontonan en la cama, columnas de papeles que se alzan hasta el techo de mi cuarto y sostienen una cúpula de imágenes, símbolos y frases vertiginosas que a punto están de derrumbarse sobre mí.
Ahora mismo lo estoy engañando. Cada frase obliga al duendecillo a mirar hacia otro lado, como si alguien le silbara desde la lejanía y llamara su atención. Pero todavía me mira por el rabillo del ojo, de vez en cuando, recordándome con gesto adusto que el verdadero documento aguarda en el margen derecho del procesador de textos, con otro nombre, con otro disfraz, con otras historias lejanas a mí. Mi engaño no puedo durar mucho. El duende es omnisciente. Lo sabe todo. Lo entiende todo. Lo comprende todo. Sabe que ahora mismo, mientras escribo estas palabras que apenas tienen sentido, me enzarzo con él en un disparatado juego de embustes. Me concede una prórroga que acabará en goleada. Una moratoria a lo inevitable.
¿Lo veis? Tonto de mí, acabo de confesar la verdad. Los ojos alienígenas han vuelto a ponerse en mi frente. Pepito Grillo murmura en el oído de Pinocho: «No pierdas el tiempo con el blog. Ya le has dedicado más de lo que deberías dedicarle esta mañana. Ahora guarda este documento, súbelo al blog, ciérralo y abre la faena de verdad.»
Trato de explicarle que estoy malo, que necesito cama, que la fiebre me hará escribir un montón de tonterías sin sentido.
¿Y qué más da?, replica el duendecillo. Escríbelas y mañana las arreglarás. Pero tú escríbelas, que el tiempo que te da hoy la vida, mañana no te lo devolverá.
Una vez más el duendecillo y sus ojos diabólicos han ganado. Me despido de vosotros por hoy. Mañana más… creo.
Cierro el documento de texto.
Si me levanto y me muestro indiferente, el duende saltará de la pantalla, me agarrará del pescuezo y me volverá a sentar delante del teclado. Es así de cabrón. Me quiere sólo para él. Me somete a la arena de los gladiadores, donde las picas se convierten en retazos de una historia que jamás acabará y los escudos en ideas candentes que se amontonan en la cama, columnas de papeles que se alzan hasta el techo de mi cuarto y sostienen una cúpula de imágenes, símbolos y frases vertiginosas que a punto están de derrumbarse sobre mí.
Ahora mismo lo estoy engañando. Cada frase obliga al duendecillo a mirar hacia otro lado, como si alguien le silbara desde la lejanía y llamara su atención. Pero todavía me mira por el rabillo del ojo, de vez en cuando, recordándome con gesto adusto que el verdadero documento aguarda en el margen derecho del procesador de textos, con otro nombre, con otro disfraz, con otras historias lejanas a mí. Mi engaño no puedo durar mucho. El duende es omnisciente. Lo sabe todo. Lo entiende todo. Lo comprende todo. Sabe que ahora mismo, mientras escribo estas palabras que apenas tienen sentido, me enzarzo con él en un disparatado juego de embustes. Me concede una prórroga que acabará en goleada. Una moratoria a lo inevitable.
¿Lo veis? Tonto de mí, acabo de confesar la verdad. Los ojos alienígenas han vuelto a ponerse en mi frente. Pepito Grillo murmura en el oído de Pinocho: «No pierdas el tiempo con el blog. Ya le has dedicado más de lo que deberías dedicarle esta mañana. Ahora guarda este documento, súbelo al blog, ciérralo y abre la faena de verdad.»
Trato de explicarle que estoy malo, que necesito cama, que la fiebre me hará escribir un montón de tonterías sin sentido.
¿Y qué más da?, replica el duendecillo. Escríbelas y mañana las arreglarás. Pero tú escríbelas, que el tiempo que te da hoy la vida, mañana no te lo devolverá.
Una vez más el duendecillo y sus ojos diabólicos han ganado. Me despido de vosotros por hoy. Mañana más… creo.
Cierro el documento de texto.
5 comentarios:
El duendecillo tiene razón. Escríbelas. La fiebre le sienta de maravilla a tu pluma, por lo que se ve.
Mucho me temo que hoy la fiebre y el duendecillo se van a tener que ir al vanquillo de los suplentes. Hoy es el martes criminal. Setenta niños me aguardan en Xilxes y en Moncofa... sniff... snifff...
Joer, cómo escribe el amigo David con fiebre... Casi igual de bien que Grumm estando sano...
Lo único que puedo hacer es desearte que te mejores lo más pronto posible, a ver si el duendecillo deja de dar lata. Además te comprendo muy bien, hay cierto sentido de culpabilidad cuando tienes una historia que contar y miras de reojo al ordenador.Éste en verdad parecer reprocharte por no poner manos a la obra.
De momento, hoy, a estas horas, diez minutos despues de las diez de la noche, toy muerto morido :p
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