A lo largo de estos cinco o seis añitos de vida literaria que llevo a mis espaldas he asistido a un montón de presentaciones, ponencias, mesas redondas y disertaciones sobre literatura. Algunas las he dado yo. Otras veces han sido colegas escritores los que se han plantado en el púlpito y han dado su recital a todos los espectadores que nos reuníamos en la sala.
Ayer le tocó el turno a otro buen amigo de dar una clase magistral en Moncofa: José Álamo, autor de «El enviado». Como buen educador, exhibió armas efectistas y poderosas a la hora de lidiar con los chavales. Modulación de voz, golpes enfáticos, enredos de palabras que conducían a explicaciones maravillosas y demás pillerías que tan bien se les dan a los maestros. Sin embargo, mientras lo escuchaba, me deleité con su discurso y, sobre todo, con la forma en que transmitía la información a la clase. No voy a entrar en el fondo de esa charla (cuyo objeto no era otro que engrandecer las virtudes de los libros), sino en el sentimiento que desprendió la charla. Y ese sentimiento no es otro que el afán por descubrir dos mundos maravillosos, en este caso el de la literatura y el de la escritura. Un elixir que debe de estar destilado al máximo, alcanzar el grado máximo de pureza y, a la vez, la conexión más entretenida para que el mensaje sea captado en la totalidad de su dimensión.
Seamos muy claros a la hora de evaluar al receptor del mensaje y sus capacidades: el niño posee una gran inteligencia, con un sentido de la crítica muy particular y desarrollado (la mayoría de las veces superior al de su edad) y una predisposición a aburrirse y a desconectar si la información llega con demasiadas interferencias. En el caso de Joe, sobre todo en la primera clase magistral, ese mensaje se transmitió con una sencillez tan pura que logró una conexión plena con los chavales. Y la sencillez no es sencilla. Ante una clase con cuarenta chavales de entre diez y doce años la sencillez puede convertirse en el galimatías más enrevesado con el que debe de lidiar un autor profesional en su vida.
Os aseguro que puede ser más horroroso quedarse en blanco ante una sala llena de chavales, que ante una sala llena de adultos. El escarmiento para el escritor en el primer caso puede ser terrible. El chaval tiene una vena instintiva y cruel para llegar al punto más desprotegido del orador si baja la guardia. Por supuesto, también sucede lo contrario. Si el escritor con su discurso, con su pasión, con su fuerza interior, consigue un ambiente lúdico y los chavales se implican en la charla, la fascinación por la literatura se percibe en su máximo apogeo.
Me vais a decir que la cabra tira al monte y que dada la naturaleza de mi trabajo es una reacción inevitable, pero la voy a exponer igualmente (¡qué narices!): la esencia y la fascinación por la literatura se capta mejor en una charla para jóvenes y preadolescentes que en una ponencia magistral para público adulto.
El escritor, si realmente quiere que la charla resulte efectiva, debe desnudarse intelectualmente ante los chicos, sacar toda la pasión que lleva dentro, ir a las raíces de su propia infancia y fascinar con el don de la expresión, de la oración y de los gestos. Se trata de crear un lenguaje muy particular al que no estás habituado (siempre y cuando no trabajes con los nanos) y que debes sacar en un momento determinado para, a lo mejor, no volver a emplearlo jamás. Además, el comunicador debe de tener los suficientes redaños para ponerse el mono de faena, meterse en el barro y salir de él lo menos manchado posible. Si todas estas condiciones se logran con éxito, a servidor no le queda más remedio que quitarse el sombrero y decir: chico, tienes un don.
Ayer, Joe demostró que tiene ese don. El don de entrar en el barro y no mancharse. El don de embrujar a una clase de cuarenta niños y varias profesoras y lograr que todos rieran sus gracias o abrieran la boca fascinados con sus piruetas verbales. Y ese don, para los que aspiramos a conseguir un mañana mejor y más culto, no tiene precio.
Ayer le tocó el turno a otro buen amigo de dar una clase magistral en Moncofa: José Álamo, autor de «El enviado». Como buen educador, exhibió armas efectistas y poderosas a la hora de lidiar con los chavales. Modulación de voz, golpes enfáticos, enredos de palabras que conducían a explicaciones maravillosas y demás pillerías que tan bien se les dan a los maestros. Sin embargo, mientras lo escuchaba, me deleité con su discurso y, sobre todo, con la forma en que transmitía la información a la clase. No voy a entrar en el fondo de esa charla (cuyo objeto no era otro que engrandecer las virtudes de los libros), sino en el sentimiento que desprendió la charla. Y ese sentimiento no es otro que el afán por descubrir dos mundos maravillosos, en este caso el de la literatura y el de la escritura. Un elixir que debe de estar destilado al máximo, alcanzar el grado máximo de pureza y, a la vez, la conexión más entretenida para que el mensaje sea captado en la totalidad de su dimensión.
Seamos muy claros a la hora de evaluar al receptor del mensaje y sus capacidades: el niño posee una gran inteligencia, con un sentido de la crítica muy particular y desarrollado (la mayoría de las veces superior al de su edad) y una predisposición a aburrirse y a desconectar si la información llega con demasiadas interferencias. En el caso de Joe, sobre todo en la primera clase magistral, ese mensaje se transmitió con una sencillez tan pura que logró una conexión plena con los chavales. Y la sencillez no es sencilla. Ante una clase con cuarenta chavales de entre diez y doce años la sencillez puede convertirse en el galimatías más enrevesado con el que debe de lidiar un autor profesional en su vida.
Os aseguro que puede ser más horroroso quedarse en blanco ante una sala llena de chavales, que ante una sala llena de adultos. El escarmiento para el escritor en el primer caso puede ser terrible. El chaval tiene una vena instintiva y cruel para llegar al punto más desprotegido del orador si baja la guardia. Por supuesto, también sucede lo contrario. Si el escritor con su discurso, con su pasión, con su fuerza interior, consigue un ambiente lúdico y los chavales se implican en la charla, la fascinación por la literatura se percibe en su máximo apogeo.
Me vais a decir que la cabra tira al monte y que dada la naturaleza de mi trabajo es una reacción inevitable, pero la voy a exponer igualmente (¡qué narices!): la esencia y la fascinación por la literatura se capta mejor en una charla para jóvenes y preadolescentes que en una ponencia magistral para público adulto.
El escritor, si realmente quiere que la charla resulte efectiva, debe desnudarse intelectualmente ante los chicos, sacar toda la pasión que lleva dentro, ir a las raíces de su propia infancia y fascinar con el don de la expresión, de la oración y de los gestos. Se trata de crear un lenguaje muy particular al que no estás habituado (siempre y cuando no trabajes con los nanos) y que debes sacar en un momento determinado para, a lo mejor, no volver a emplearlo jamás. Además, el comunicador debe de tener los suficientes redaños para ponerse el mono de faena, meterse en el barro y salir de él lo menos manchado posible. Si todas estas condiciones se logran con éxito, a servidor no le queda más remedio que quitarse el sombrero y decir: chico, tienes un don.
Ayer, Joe demostró que tiene ese don. El don de entrar en el barro y no mancharse. El don de embrujar a una clase de cuarenta niños y varias profesoras y lograr que todos rieran sus gracias o abrieran la boca fascinados con sus piruetas verbales. Y ese don, para los que aspiramos a conseguir un mañana mejor y más culto, no tiene precio.
6 comentarios:
¡Cuánto vales chaval!
Lo de Joe lo firmo y rubrico, en Madrid a....
Espero popder ayudar a sacar a la luz tanto bueno que tenemos en estos lares.
Muchas gracias :-)
Basta hablar cinco minutos con Joe para sentirte como si charlaras con un amigo de toda la vida. Y lo dice alguien que lo acababa de conocer.
Su mano derecha con los críos no me extraña nada, basta leer su blog y columnas para entender lo buen padre que es. Y eso, aunque los propios progenitores tienden a ignorarlo, no puede superarlo ni el mejor educador.
Gracias a todos, sobre todo a David por la magnífica experiencia que no me importaría repetir.
Ah como me gustaría estar en una buena tertulia con todos ustedes, imagino que sería enriquecedor.
Un abrazo.
Pues sí, aq a algunos les parezca difícil, muchos de esos chavales agarrarán un libro pq un señor les soltó una conferencia (de las de verdad) que les embrujó. Ese esfuerzo no está pagado, habida cuenta de la gran cantidad de profes que a su vez se dedican a hacer de la literatura algo plomizo y odiable.
Mazarbul
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