sábado, septiembre 8

Tim Burton

Hace un par de días que Tim Burton recibió el León de Oro en Venecia por toda una carrera. Parece que fuera de España se reconoce algo que en estos lares todavía no estamos dispuestos a apreciar: que el cine fantástico cada vez atesora mayor calidad. Mientras los académicos de la industria del cine español concedieron el Goya a la Mejor Película a Volver, de Almodóvar, perdiendo la oportunidad de premiar y promocionar otro tipo de cine distinto al que se ha hecho en España hasta ahora, Venecia se rinde ante el director de los sueños góticos y premia una carrera dedicada a hacer realidad lo imposible.

Pero no quiero convertir esta reflexión en una crítica contra las cabezas pensantes del cine español. Prefiero detenerme a recordar la sensación que me transmite Tim Burton con sus producciones. Creo que fue Beetlejuice la película que, por primera vez, me mostró que el mundo no tenía por qué tener reglas, que no todo tenía por qué ser horizontal, plano y anodino, que el terror no consistía sólo en causar terror, y que podía ampararse en lo estético, en lo fabuloso, en lo sorprendente, para confabular paisajes más ricos. Beetlejuice me traumatizó, por entonces creo que tendría algo más de diez años. No sabía muy bien lo que acababa de ver, si una película de terror o una comedia. Mi mente retenía imágenes muy distintas: ojos saliendo de las órbitas, rostros que se deformaban hasta lo indecible, fantasmas que se relacionaban con una niña oscura, danzas desternillantes a ritmo de piña colada… me causaba pavor y gracia a la vez. Aquella noche no pegué ojo, lo admito. Es más, durante un tiempo no me atreví a decir tres veces seguidas Beetlejuice (incluso llegaba a preguntarme qué pasaría si mencionaba tres veces aquel nombre intercalando palabras en el medio).

Un año más tarde llegaría la fiebre Batman. Recuerdo todavía el telediario que dio la noticia del estreno de LA PELÍCULA (así, con mayúsculas) por la tele, cuando todavía los telediarios no se dejaban sobornar por el dinero de las productoras para anunciar trailers de películas. Entonces, el cine palomitero no tenía el auge desproporcionado que ostenta hoy en día. Cada año llegaban a la pantalla grandes películas, pero en menor medida a las de hoy, por lo que un film capaz de aglutinar a tanta gente se convertía en un fenómeno social. Por entonces yo ya le daba a esto de la tecla y cuando vi a Jack Nicholson convertido en Jocker, con el rostro deformado, volviéndose hacia la cúpula de cristales rotos y pronunciando el nombre de Batman, tuve el impulso de ponerme delante del ordenador y escribir una historia sobre el Cruzado Enmascarado.

Es normal que me impactara; acostumbrado a ver a Adam West con aquella barriguilla cervecera, a Burt Ward, con aquel traje arlequinado que le hacía parecer una bailarina rusa y, sobre todo, a César Romero con los cabellos verdes y el mostacho debajo de la máscara de pintura blanca, creía encontrarme ante otro Batman. Otro personaje que en vez de llevar el disfraz para deslumbrar, lo llevaba para causar pavor. A partir de ese momento los superhéroroes se oscurecieron para mí. Más tarde llegaría Lobezno y sus garras de adamántium, pero esa es otra historia…


Eduardo Manostijeras, Batman Returns, Ed Wood, Mars Attack, todas muy buenas películas que siguieron convirtiendo lo disparatado en atractivo. Sin embargo, permitidme hacer un salto y quedarme con mi película preferida de Burton: Sleepy Hollow. Por entonces, la historia original de Washington Irving: La leyenda del Valle Dormido ya me apasionaba. Había leído el cuento varias docenas de veces (y todavía sigo trabajando con él en mis talleres), había visto la película de dibujos infinidad de veces e, incluso, llegué a ver un film de imagen real que debía pertenecer a alguna serie de las de entonces (si alguien la recuerda, por favor, que me lo diga). Pero una vez más, Tim Burton se sacó de la manga un birlibirloque y convirtió un cuento corto en una magistral película. En cuanto me senté en el cine y vi Sleepy Hollow, comprendí que ese era el pueblo maldito que yo tenía en la cabeza: casas deslavazadas, campos interminables de maíz, iglesias góticas, cúpulas ojivales, cruces, interminables cercados y, por fin, la pasarela. El puente que une la civilización y la incerteza que reina en el bosque, donde habitan fantasmas y espectros que durante generaciones han poblado las leyendas del pueblo. Creo que Sleepy Hollow es en sí una magistral metáfora de lo que es el terror: una tenue pasarela que separa la cotidianidad de lo impensable e indómito. ¿Y qué pasa cuando el terror se atreve a cruzar la pasarela?

Obviamente, la película no tiene nada que ver con el cuento. Johnny Depp no es el maestro Ichabod Crane timorato y anticuado que protagoniza la historia de Irving, aunque comparten rasgos comunes como el miedo; pero sí que es un Ichabod Crane moderno, reconstruido desde unas bases sólidas y dispuesto para entrar en acción en ese juego de conspiraciones y asesinatos que expone el film. ¿Y qué me dicen del jinete? Irvin lo describe como una sombra grande, mal conformada, negra y alta. Un monstruo gigantesco a punto de echarse sobre el viajero. Y, desde el primer fotograma de la película, así se muestra el jinete sin cabeza, implacable y redentor, uno de los espectros más grotescos que nos ha traído el cine.

Una vez más, Burton convierte Sleepy Hollow en una ensalada bien condimentada de gore y sombras. Las cabezas ruedan por el suelo, los árboles sangran, pero el espectador mantiene una sonrisa nerviosa en la boca. Y sin duda, para un servidor, ese es el terror más bello, aquél que se expone con crudeza y, a la vez, despierta sensaciones contradictorias. Desde luego, Burton en eso es un maestro.

Es una historia que me ha marcado tanto que, hace unos años, escribí una novela corta que bebe tanto del relato de Irving como de la película. En cuanto mi editora de Mater se anime, espero que El Monje de San Pedro esté a vuestra disposición.

El planeta de los simios (o la película en la que Tim Burton dejó de ser Tim Burton, aunque todo maestro echa un borrón perdonable), Big Fish y… por fín, Charlie y la fábrica de chocolate. Otro de los traumas de mi infancia. Tendría yo cinco años cuando vi a un niño (o a una niña, ya no lo recuerdo) atragantarse en la fábrica de chocolate de Willy Wonka, engordar como un globo y explotar ante mis mismas narices. No dejé de comer chocolate, pero sí que dejé de ver la película. Obviamente, me refiero al film de Mel Stuart, de 1971.
Gene Wilder daba más miedo que Johnny Depp en su papel de Willy Wonka, pero una vez más Burton convirtió la sinfonía de Roald Dahl en un esperpéntico teatro de las maravillas en el que los Oompa-Loompas bailaban y cantaban a ritmo de jazz y los niños iban cayendo entre bocados de chocolate. Por cierto, esta vez no me horroricé en la escena de Annasophia Robb.

Me he dejado para el final las dos pelis de animación: Pesadilla antes de Navidad (aunque en ésta creo que su labor fue de producción) y La novia cadáver. La primera la volví a ver la semana pasada y junto a The Rocky Horror Picture Show, de Jim Sharman, me parece uno de los mayores tributos a lo macabro. El personaje de Jack Skellington (Rey de las calabazas) es el perfecto héroe torturado por lo que es y lo que desea ser. Sally, la muñeca de trapo creada por el doctor Finklenstein, es la heroína curiosa y enamoradiza de la que todos nos hemos encaprichado alguna vez. Pesadilla antes de Navidad es una loa a lo siniestro, una historia que nos muestra lo lúgubre y lo luminoso y nos advierte que la oscuridad puede ser tan adictiva como lo maravilloso.

La novia cadáver, sin embargo, es el cuento clásico por excelencia, otro tributo a Poe de los muchos que Burton ha hecho a lo largo de su carrera. Burgueses enriquecidos que pactan un matrimonio de conveniencia entre sus hijos pero, cuya boda, en el último momento, es interrumpida por un alma cándida que aspira a encontrar el amor perdido. La ambientación, de nuevo es magistral. La ciudad traspira esa brillantez mezcla de romanticismo, pobreza y luces y sombras de una época victoriana. Los cementerios son pavorosos, las mansiones amplias, brillantes, pero a la vez tenebrosas al amparo de la noche.

Quizás me decante por Pesadilla antes de Navidad antes que La novia cadáver, pues su banda sonora se resume en una serie de himnos que todavía siguen sonando tanto en las veladas de Halloween como en las de Navidad. Pero ambas tienen un gran encanto y, definen perfectamente lo que es Tim Burton: una mente macabra con un corazón de malabarista que se mece entre la ironía y lo esperpéntico.

Y como hoy os he dado mucho la tabarra, me gustaría dejaros con un corto: Vincent, otro tributo de Burton a Edgar Allan Poe y, a la vez, un homenaje a Vincent Price. Es uno de los primeros cortos que hizo el cineasta de California, así que espero lo disfrutéis tanto como yo lo hice en su día.

By David Mateo with 2 comments

2 comentarios:

De los directores norteamericanos actuales, quizá Burton es el que tiene una personalidad más acusada.
Interesante el corto Vincent, yo también destacaría otro: Frankenweenie (homenaje a las películas de James Whale sobre el mito de Frankenstein).
En cuanto a la versión en imagen real del cuento de Irving, existen varias: por ejemplo, un telefilm protagonizado por Jeff Goldblum (como Ichabod Crane): La leyenda de la ciudad dormida (1980), aunque no sé si es a la que te refieres.

Quería añadir algo, cuando cité al principio la oportunidad que había desechado el cine español a la hora de premiar otro tipo de cine, obviamente me refería al Laberinto del fauno, de Guillermo del Toro.

Estoy de acuerdo con lo que dices, contorsionista. Su visión es tan excepcional, que sólo puede atribuirse a un genio.

Rebuscaré por Google, a ver si encuentro el telefilm que comentas. Creo que el episidio venía acompañado de otras dos historias más (como sucedía en Cuentos asombrosos), aunque no lo recuerdo con exactitud.

    • Popular
    • Categories
    • Archives